Se repite que el poder corrompe. Es una frase manida que en cierto sentido limita su crítica a una de las partes, al corruptor, ocultando la existencia del corrompido. En la ola de corrupción habida en España se ha visto la palma de la mano del político corrompido, pero no los dedos corruptores que la alimentaban. Misterio. Quizás la causa esté en que los varios inspiradores de la frase – Maquiavelo, Montesquieu, Acton—reflexionaban sobre personajes poderosos que abusaban de sus privilegios.
Sin embargo, la etimología de la palabra es clara: co (juntos, es decir, más de uno)-romper (destruir). Romper conjuntamente. Por otra parte, sorprende que un régimen que se congratula irreflexivamente de su ejemplaridad democrática, no se pare a analizar suficientemente qué efectos puede tener sobre el resto de la sociedad un poder desmedido. Se habla de una libertad abstracta que no tiene en cuenta los efectos de la desigualdad. ¿Realmente puede haber libertad entre desiguales?
El círculo de la corrupción es amplio
Está claro que la corrupción de los poderosos resulta más reprochable que cualquier otra, en cuanto sus actores no están agobiados por la necesidad. Sin embargo, la pequeña corrupción posiblemente ofenda más, en cuanto se percibe no como una agresión exterior, sino como la traición de un aliado. Se suele decir que tal partido --o tal político, ya no se sabe--, ha llegado al poder. No, el poder es otra cosa, tiene la capacidad de condicionar a los propios gobiernos. En el gobierno se tiene poder, pero no “el” poder: este es anónimo, habla bajo porque sabe que todos están atentos a sus deseos, bien para complacerlos, bien para sortearlos (esto bastante menos). En esta década se ha evidenciado.
La cuestión es que llegados los elegidos al gobierno comienzan a hacer cosas inexplicables (y nunca explicadas, y no es un contrasentido) alejadas de lo prometido. La deformación democrática ha llevado a aceptar esto como consustancial al sistema. Pero no es cierto. Una cosa es no poder y explicarlo, y otra, poder, no hacerlo, y no explicarlo.
Por otra parte, hay una tendencia a restringir el concepto de corrupción a lo económico (empresario unta a político). Sin embargo, hay bastantes más tipos de corrupción que no forzosamente tienen efectos crematísticos directos. Tenemos la corrupción moral (no hablamos de sexualidad), la política en sí, la ideológica, la cultural (muy importante), la judicial, la informativa, y todo lo que se nos pueda ocurrir.
Vigías de los gobiernos
Formalmente hay muchos vigías que se supone velan para neutralizar esas influencias negativas. Están los partidos de la oposición; la prensa varia; el mundo académico; la gente. Están los propios partidos del gobierno, que al mencionarlos nos recuerdan los versos de Pablo Neruda: “Me gustas cuando callas porque estás como ausente”.
¿Esto ha sido siempre así? Parece que no. Las hemerotecas, los libros de historia, nos ilustran sobre lugares y épocas en las que el el gobierno y el partido del gobierno no iniciaban una relación de subordinación en beneficio del primero. El partido no perdía su autoridad y se producían fuertes discrepancias interpretativas. Hoy ya no se habla de esto, pero había programas máximos; programas de gobierno; tendencias --con sus propios órganos de opinión--; figuras que por su propia personalidad no se avenían fácilmente a lo que fuera. Hoy todo esto ha cambiado, y los partidos –incluso en la oposición—han quedado neutralizados.
Teorías e instrumentos extraños
Toda una serie de teorías y prácticas ajenas rompieron el sistema tradicional de control. Se empezó con lo de los pesos y contrapesos (lenguaje tecnocrático --checks and balances-- de ingenieros descoloridos e institucionalizados), sistema que en realidad atiende al equilibrio entre las diferentes ramas del poder público (corporativismo institucional); luego se pasó a la judicialización de la política (bajo una argumentación dudosamente constitucional); los partidos fueron mediatizados por asociaciones intermedias que portaban y portan una visión sectorial (incompleta) de las cosas, y una financiación no siempre transparente, y cuyo dictamen incluso es necesario para aprobar determinadas leyes “que les afectan”. Es decir, que los gobernadores institucionales se aislaron de los ciudadanos, verdaderos destinatarios de sus acciones. Para evitar influencias incómodas se apartaron de los instrumentos originales, los partidos políticos que los habían auparon al gobierno. ¿Es esto una razón para desautorizar a los partidos? No, lo que hay que hacer es recomponerlos y devolverles sus fines originarios.
Fines olvidados
Los partidos políticos y la política nacieron prácticamente juntos y con la misma finalidad: agrupar y organizar intereses comunes. No tan distintas eran los designios de Graco, Espartaco. Cronwell, Robespierre, como la de los líderes contemporáneos. Hoy que Israel está en el candelero podemos recordar a saduceos contra fariseos. Podrán variar los métodos, la organización, los fines, pero no la realidad de que esos partidos han de representar fuerzas contrapuestas. Pero esto, primero se mistificó, después se olvidó, hasta llegar a un resultado paradójico, el de que esas fuerzas no son tan diferentes como pretenden. Pura contradicción a la democracia.
Los fines olvidados han llevado a la tecnocracia. Mecánicos de cuello blanco y altos sueldos introdujeron la idea de que los obreros de mono azul ya no existen. Comprobemos con Cáritas u Oxfam si es verdad. Estos ingenieros-mecánicos no ven, piensan, escriben en y sobre las calles, sino en sus despachos insonorizados, con sueldos que son muros; jerarquías que contradicen discursos pretendidamente populistas en su sentido menos polémico (y que todos abrazan); simpatías estéticas que convierten al lujo en ética; se invisten de corresponsabilidad transcendente, compartida con rictus de importancia (pero cuya carga, gasto real, recae sobre los invisibilizados ciudadanos). Aparte de ¿qué van a hacer en esa jungla normativa, nacional y extranacional, que ya lo tiene todo delineado sin el concurso de nadie? Cuando no es la UE es el poder judicial (que sí es poder sobre la hacienda, la libertad, el honor, la propia vida en algunos lugares); cuando no el choque de dos comunidades autónomas que por no ponerse de acuerdo en de quién es el rio que las atraviesa son la mejor excusa para imitar a Poncio Pilatos.
Los partidos de los gobiernos
Y frente a todo esto, ¿qué dicen los partidos políticos de los gobiernos? Aparte de no decir nada, sienten que comparten la trascendencia de ese poder (que no es, insistimos, “el” poder), lo cual les encanta. Encima sin ninguna responsabilidad.
La modernidad (que por falta de renovación ha quedado obsoleta) ya no comparte aquellas escenas de asambleas multitudinarias, abigarradas, con oradores hablando desde sus propios escaños, trabajando la idea. Hoy, las asambleas, las mayores y las menores, las institucionales y las partidarias, están adecuadamente planchadas, y el orador de turno cuida de que no se le arrugue la corbata dialéctica. No nos dejemos engañar por la gestualidad; aunque parezca que hay pasión no hay la menor expectativa. Peor aún, su artificio provoca la sensación de que están frente a una tabla de lavar ropa ajena.
Ese partido del gobierno, de cualquier gobierno, ha abandonado la función reflexiva, analítica, crítica, autocrítica, palabra esta incluso cuestionada.
Antes, la idea era una razón para vivir. Se dejaba de cenar para ir a la reunión, se dejaba de ir al baile para leer. La asamblea era el aula cotidiana, la razón de cada día. Hoy la idea resulta ridícula, incómoda, anticuada; ellos, que se han convertido en estatuas de sal desde hace décadas, así lo creen. Los mejores militantes, aburridos de que se les convierta en afiliados de sal, abandonan, y el partido del gobierno, de cualquier gobierno, se queda sin funciones, sustituido su pensamiento por el de unos “performancers” sin carnet, que creen delinean el mejor (pero insulso) programa. ¿Y qué dice el partido? El partido se divide entre los que atisban para incorporarse a la cosa y ascender, y los que dormitan confiados en los compañeros. Ellos saben, piensan perezosamente confiados.
Es decir, que un gobierno, el que sea, sólo concibe ataques frontales; es omnisapiente, todo lo demás sobra. La advertencia, el consejo informado, correctivo, amistoso, no gubernamental, es impensable. Eso de ver el mundo desde dentro (se supone que el partido es de los de dentro) es una simpleza, una ingenuidad, cuando no un ataque inamistoso destinado no a cambiar de táctica o estrategia, sino de sillón. El verdadero espíritu democrático es una antigualla.
La función del partido ha desaparecido, ya no es el delegado colectivo de un sector de la población. Ya no representa la racionalización de unos deseos, de unas necesidades, intuidas, sentidas desorganizadamente. Lo que dice el gobierno es sacrosanto, y no necesita de puentes, de colaboraciones extragubernamentales. Es más, si se es del gobierno no se necesita ser del partido y se es fiable; pero si se es del partido y la intervención no es un calco gubernamental, se es disturbante. La “misión” es otra. ¿Cuál? Apoyar sin cuestionar. Además, no se necesita a nadie ajeno; para eso están los funcionarios expertos a pesar de que hoy vestirán de blanco y mañana de negro), sin preocupación de caer en peligrosos corporativismos o desclasamientos.
El ciudadano, ¿puede participar?
¿Hay cauces para que el ciudadano intervenga en la cosa pública? No desde los partidos. Ya sean del gobierno, ya de la oposición, el partido no necesita opiniones, en cuanto no ha de emitirlas; carece de medios donde plasmar sus análisis. El partido ha perdido el carácter de cerebro de un determinado ideario. Tampoco es la cantera de talentos. La cooptación es mejor que la selección.
Se quiso que el militante fuera afiliado; después se le relegó a votante cuatrienal. Y ¿cómo conjugar las limitaciones que tiene todo gobierno –no nos engañemos, ya tiene sus propios intereses, inevitables, y en casos insalvables-- con la obligación de servir al ciudadano? ¿Cómo fortalecer la democracia, la libertad de expresión, la igualdad, incluso la unidad, si el gobierno que sea ha de evitar que nada, ni siquiera el error, erosione su trayectoria?
Los tutores
Quizás hemos vuelto al principio del círculo, y el militante tiene que renacer de su actual insignificancia y desgana. Lo mismo que se dice de la familia respecto a la sociedad, el militante es la célula básica de la política. No, lo es el ciudadano, dirán algunos, pero ¿acaso el militante no es un ciudadano, un ciudadano con pensamiento organizado? ¿Dónde puede el ciudadano coordinar sus ideas con los demás? ¿Y qué vorágine sería esa de buscarse en el mercado, en el café, y comenzar a investigar si hay desconocidos que piensan igual? La gente está desilusionada, se dice. Claro, pero ¿dónde hay un ágora donde pueda intentar retomar su destino? Las redes no son un ágora. Más bien la potenciación de la individualidad.
¿Qué dice Kant sobre los tutores? “Los tutores –dice-- son, pues, aquellos directores (o dictadores) espirituales que lejos de hacer que mi vida sea autónoma, introducen heteronomía en mi vida dirigiéndola… a cada hombre individual le es difícil salir de la minoría de edad, casi convertida en naturaleza suya; inclusive, le ha cobrado afición…”.
¿Defendemos el individualismo frente al interés general? No como fin, pero sí en circunstancias, transitoriamente, frente al colectivismo complaciente. Cuando la colectividad ha perdido el rumbo es preciso que cada uno se reoriente. Es decir, volver al principio. La fórmula es sencilla, decir abiertamente qué se piensa, sin respeto intelectual hacia las jerarquías del pensamiento institucionalizado. Exigir que se abran las ágoras. No podemos perder de vista que se trata de la administración de nuestra vida. Y estudiar, escuchar sin prejuicios, recuperar los programas originales para comprobar qué ha cambiado. Recordar que teníamos principios de los cuales ya no se habla. Preguntarse y preguntar qué ha pasado con ellos; cuál fue el origen y cuál la situación presente.
El militante ha permitido que lo infravaloren, que lo cosifiquen, como si fuera un cartel en la pared. Y él lo ha permitido, en parte por desidia, en parte por candidez. Ha olvidado que el poder corrompe y que la desnutrición ideológica aún más. Que se observe en la sede, si es que la hay. ¿De qué habla, de llaveros, de pegatinas, de cuotas impagadas? ¿Tan poco se valora? ¿Tan poco vale, formando parte de miles?
Ha de ir, forzosamente, a la esencia de lo que representa, a las fuentes, a la causa primera que lo llevó allí. ¿No deberían los militantes de derecha repasar qué decía Cristo? ¿No debería preguntarse si la corrupción actual es más moral que delictiva? ¿No deberían los militantes de izquierda indagar qué ocurría para que se rebelaran? O acaso sus antepasados y antecesores vivían felices, sin causas para organizarse?
Por eso decíamos que la corrupción no es sólo política, económica, legal. También lo es moral y cultural. Nos hemos desarraigado de los orígenes. Decir que el militante es célula básica no es una exageración, un ripio. Y si el partido y sus militantes no sirven para nada, mejor entonces que se disuelvan y se conviertan en una fundación más, donde mandan los patronos.
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