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Cuando esta semana pasada saltó la noticia de la inclusión de 44 etarras condenados por terrorismo en las listas municipales del País Vasco, de los que siete lo han sido por asesinato, confieso que me inundó una extraña sensación de indignación y tristeza. Es como si la sangre que riega el cerebro a través de sus arterias y venas, lo hubiera anegado con la fuerza de una lluvia torrencial.
Un Estado sin memoria siempre será un Estado fallido. Un pueblo que olvida a sus muertos es pueblo sin futuro. Un criminal sin dignidad frente a su pueblo no es digno de ostentar representación alguna. Los votos que manchen de sangre las urnas harán renacer el odio. Vivir junto a terroristas y asesinos es de valientes y también propio de gobiernos cobardes. La Iglesia que no exige confesión al asesino se convierte en cómplice del desencanto moral.
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