Cuando esta semana pasada saltó la noticia de la inclusión de 44 etarras condenados por terrorismo en las listas municipales del País Vasco, de los que siete lo han sido por asesinato, confieso que me inundó una extraña sensación de indignación y tristeza. Es como si la sangre que riega el cerebro a través de sus arterias y venas, lo hubiera anegado con la fuerza de una lluvia torrencial.
Inmediatamente la memoria retrocedió a los momentos más amargos de mi pasado político: el funeral de Gregorio Ordoñez en junio de 1995, en la catedral de San Sebastián junto a mis compañeros y amigos del Partido Popular; el doloroso velatorio, tres años después, del concejal Manuel Zamarreño en el cementerio de la misma capital y la noche del 14 de julio de 2000, en la que mientras disfrutaba de la compañía de mi buen amigo y concejal José María Maftín Carpena durante las populares fiestas de la Virgen del Carmen en Málaga, se fraguaba y consumaba a la mañana siguiente su vil asesinato por los terroristas de ETA.
A pesar de estas dramáticas experiencias, acepté, como hicimos millones de españoles, la recuperación de la normalidad democrática y la pacífica convivencia con quienes trágicamente la perturbaron en toda España. Lo cierto es que en ningún momento se ha atisbado en ellos el menor gesto de arrepentimiento o perdón que toda reparación exige por el daño causado a las víctimas. ¿No es injusto e inmoral que los hijos, madres, padres, hermanos o amigos de los asesinados por los terroristas de ETA tengan que soportar de nuevo el doloroso recuerdo que estos desalmados les infligieron, al rememorar sus rostros en unas listas electorales? Argumentar que ya han cumplido su condena o que han dejado de matar es la justificación espúrea de quien enmudece su conciencia ante la necesidad de permanecer en el poder con el apoyo de quienes fueron verdugos de sus compañeros.
Aunque previamente no pueda haber reproche legal a la incorporación de estos asesinos a unas candidaturas electorales, sí cabe un reproche moral y político para quienes, como Zapatero y Sánchez, facilitaron su incorporación a las instituciones del Estado, a través del proceso negociador con la banda terrorista y no impidieron que al menos los no arrepentidos y los condenados por delitos de sangre, no participaran en procesos electorales. El resultado hoy es que ETA sigue siendo una amenaza y además con capacidad de decidir sobre la vida de los españoles, todo un sarcasmo.
La presencia de etarras en los municipios vascos, la desprotección de los propietarios frente a los okupas o las irrealizables promesas electorales de Pedro Sánchez sobre vivienda y otras ocurrencias, han distorsionado una campaña electoral que cada vez nos aleja más de nuestro entorno europeo y nos acerca a las repúblicas bananeras y bolivarianas. El 28 de Mayo es la gran ocasión para revertir esta impredecible deriva de nuestra querida España.
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