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Llevo muchas mañanas en las que durante mi paseo matinal me tropiezo con una señora bastante mayor que recorre la playa armada con un detector de metales. Minuciosamente recorre las zonas de la misma donde estima que se pueden haber caído monedas, anillos, pulseras, medallas u otros objetos metálicos. Cuando el aparato da señales, excava con una palita “ad hoc” y filtra la arena obtenida.
A lo largo del resto del año durante cada temporada se van sucediendo los distintos avatares con una incidencia parecida. Hace frío en invierno, calor en verano, tiempo “raro” en otoño, nos llueve en Semana Santa, etc. Pero cuando llega el mes de mayo la cosa cambia. La gente tira las prendas de invierno, salen a la luz las camisetas y los bañadores, el cielo brilla con un azul intenso y lleno de una luz especial y todos miramos de nuevo hacia el mar y las playas.
Los que nacimos en los años 30 del pasado siglo, tuvimos una serie de vivencias muy diferentes a los nacidos en los años 70 del mismo siglo, tanto en economía, como en educación y relaciones sociales. En los años 30, España estuvo en preguerra, guerra o postguerra y fue una década, llena de desgracias, que todos deberíamos olvidar.
El hecho, milagro, prodigio, ¿quién lo sabe?, ocurrió allá por el año mil ciento y pico en un pueblecito del Norte de Francia, de no más de cincuenta habitantes ubicado en un ameno valle al pie de unas montañas. Sus casas se encontraban junto a un alegre y cantarín riachuelo de no mucha profundidad en el que abundaban los lucios, las percas y las truchas de las que los pacíficos habitantes disfrutaban pescando en sus ratos de ocio.
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