Llevo muchas mañanas en las que durante mi paseo matinal me tropiezo con una señora bastante mayor que recorre la playa armada con un detector de metales. Minuciosamente recorre las zonas de la misma donde estima que se pueden haber caído monedas, anillos, pulseras, medallas u otros objetos metálicos. Cuando el aparato da señales, excava con una palita “ad hoc” y filtra la arena obtenida. Jamás la he visto obtener ningún “encuentro” positivo, pero supongo que si aun continua terne en su empeño, es por que habrá obtenido algún resultado positivo. Me imagino que casi todos hemos soñado alguna vez con encontrarnos un montón de monedas, de billetes o un viejo arcón lleno de joyas refulgentes. Desde niños hemos fantaseado con el hallazgo del mapa de un gran tesoro escondido en una isla remota por los bucaneros, o el pronunciamiento del “ábrete sésamo” ante las cuevas de Alí-Babá. La esperanza se nutre de hallazgos, de cambio repentino de la suerte, de la confianza en el milagro o del paso del tiempo que oculta y disimula la parte mala de la vida. A medida que nos hacemos mayores vamos perdiendo nuestra fe en el encuentro del tesoro escondido. Ese tesoro que tan solo conocemos nosotros mismos y que no compartimos con nadie. Craso error. Como la mujer del detector de metales playero, no debemos perder la esperanza en el milagro; de satisfacer nuestros más remotos anhelos en esta vida… o en la otra. Vana sería nuestra fe si pensáramos lo contrario. Estimo que debemos tener siempre en marcha nuestro detector de felicidad. De ese tesoro palpable que es la sensación de paz y de serenidad, esa circunstancia maravillosa que se alcanza cono los años y que te hace más feliz a ti y a cuantos te rodean. Otra meta importante que tenemos que intentar conseguir por cuantos nos encontramos inmersos en el “segmento de plata”. Una interesante tarea.
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