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Los lobos

Cuento
Manuel Villegas
jueves, 23 de diciembre de 2021, 08:22 h (CET)

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El hecho, milagro, prodigio, ¿quién lo sabe?, ocurrió allá por el año mil ciento y pico en un pueblecito del Norte de Francia, de no más de cincuenta habitantes ubicado en un ameno valle al pie de unas montañas. Sus casas se encontraban junto a un alegre y cantarín riachuelo de no mucha profundidad en el que abundaban los lucios, las percas y las truchas de las que los pacíficos habitantes disfrutaban pescando en sus ratos de ocio.


También los chiquillos del pueblo se divertían en la época veraniega ya cuando el agua se encontraba con una temperatura agradable zambulléndose en ella y diablear persiguiéndose unos a otros. Las viviendas estaban construidas con piedra extraída de las montañas cercanas. Casi todas se hallaban edificadas de manera semejante. Eran de forma cuadrangular y se hallaban agrupadas alrededor de la plaza en cuyo centro se elevaba la iglesia, así que describiendo una nos podemos hacer una idea de cómo eran todas.


La puerta bien de roble, bien de encina con una pequeña ventana protegida con barrotes de hierro y una puertecita, que servía de mirilla, por la que los propietarios podían ver, antes de abrir, quien venía a la casa, se orientaba al centro de la plaza y daba acceso al cuerpo bajo de la misma. Éste estaba dividido en dos partes, una, la más pequeña, pero suficientemente amplia como para que en ella se reuniese la familia y algún que otro vecino, servía de cocina. Sus muebles eran una tosca mesa de encina de los bosques cercanos y varias sillas de la misma madera con el asiento de anea que los habitantes recogían de las orillas del pequeño río y que, una vez seca, la empleaban no sólo para poner asientos a las sillas, sino también para construir distintos utensilios, tales como canasto, cestas y un sin fin de aplicaciones más.


En las tediosas y largas noches de invierno en las que la oscuridad se adueñaba totalmente del pueblo muy temprano, junto al calor de la chimenea se reunía toda la familia, asaban castañas o bellotas, y comentaban las cosas ocurridas durante el día a ellos mismos o a las demás familias del pueblo. Los hombres, en toscas jarras o vasos de madera también obtenida de los blandos chopos de las orillas del río, fabricados por ellos mismo, al igual que el resto de la vajilla doméstica, bebían pausadamente tragos del vino que ellos mismos producían y que guardaban en un pequeño sótano, debajo de la casa que les servía de bodega, a la vez que para recoger en ella los utensilios y aperos de labranza.


A esta especie de cueva, se accedía por una entrada que había en la cocina a ras de suelo y tapada con una puerta de madera con una argolla que, al tirar de ella, daba paso a una escalera con peldaños también de piedra. Allí, en tablas bien sujetas a la pared con escuadras bien de hierro, bien de madera, dentro de banastas hechas con mimbres y entre paja, conservaban las sabrosas manzanas camuesas, que también introducían entre la ropa blanca en los cajones de la cómoda para que la perfumasen con su agradable olor; así como rojas granadas, y otros frutos propios del verano para consumirlos en la época en la que se carecía de ellos.


También por el suelo del sótano se apilaban infinidad de cachivaches unos servibles y otros que se conservaban, porque nunca había disposición ni ganas de deshacerse de ellos. En la repisa y en la pared donde se encontraba la chimenea se hallaban todos los utensilios de cocina, muchos de ellos hechos de madera, como fuentes, platos, cucharas, etc. y había una especie de alacena en la que guardaban la vajilla un poco más fina que sólo se utilizaba en contadas ocasiones, como en Navidades o fiestas familiares.


En una de las paredes de la cocina había una puerta que daba acceso al corral en el que cada vecino, al atardecer, recogía su ganado. Los más afortunados poseían una o dos vacas que además de utilizarlas en la labranza, junto con algún buey proporcionaban la leche para el sustento de la familia. Bajo unos cobertizos con techos de madera y cubiertos con lonas y paja se encontraba el pesebre donde atadas a unos aros sujetos a la pared, rumiaban con infinita paciencia las sumisas vacas y los pacientes bueyes.


Con la leche de las vacas las mujeres elaboraban una sustanciosa mantequilla que no sólo se utilizaba como alimento sino también para freír, ya que estas tierras frías y de casi continuas nevadas durante el invierno no son aptas para cultivar el olivo. También había alguna que otra oveja que proporcionaba lana que las mujeres hilaban y aprovechaban para hacer prendas de abrigo, y leche con la que elaboraban  magníficos quesos.


Por el corral correteaban picoteando de acá para allá unas gallinas ponedoras que suministraban con sus huevos un complemento a la comida diaria, consistente la mayoría de las veces en un guiso de nabos, unas gachas de mijo o trigo y algún que otro trozo de carne ahumada de cuando había sido necesario sacrificar un animal por haberse quebrado una pata, o despeñado por los riscos de las próximas montañas. Entre ellas se paseaba presumiendo de su plumaje un hermoso gallo que dominaba a los demás por su arrogancia y su tenacidad en las peleas de las que siempre salía victorioso.


Por estar al pueblo asentado en un valle cercano a las montañas, en el subsuelo del mismo se acumulaba una extensa capa freática que proporcionaba el agua necesaria que nunca faltaba en el pozo que cada vecino tenía en el corral, cuyo brocal de poco más o menos un metro de altura, impedía que los pequeñuelos o los animales, cayesen a él. Además estaba cubierto por una tapadera de madera con un asa también de madera en el centro que evitaba que cualquier cosa cayese en él y perjudicase al agua. De la parte superior de un grueso varal de hierro en forma de u invertida, cuyas bases se hundían en el brocal, colgaba una carrucha en la que se encontraba una gruesa cuerda en uno de cuyos extremos había una cubeta que descansaba sobre la tapadera y servía para extraer el agua y el otro se ataba a una de las patas del varal referido.


En la pared frente al lar se encontraba una escalera, normalmente de madera por la que se accedía al piso superior con dos habitaciones dormitorio, una para el matrimonio y la otra para los hijos. En la del matrimonio se hallaba una cama labrada en madera con un colchón relleno de lana de las ovejas y unas burdas mantas que protegían a ambos de las frías y crudas noches de invierno. En la pared frente al cabecero de la cama había una cómoda en la que se guardaba la ropa, tanto la blanca como la pobre de calle. Las de los hijos eran unos catres con unos jergones de paja, también cubiertos con unas mantas que malamente les hacían soportar el frío.


Casi todos los vecinos del pueblo tenían una porción de terreno de labrantío, más o menos grande de tierra feraz y productiva en la que sembraban trigo, cebada y también cultivaban verduras para el consumo de la casa, y si las cosechas eran abundantes las vendían los domingos en una especie de mercado público. Raro era el habitante que no poseía detrás del corral una pequeña parcela de terreno en el que tenía sembrados distintas variedades de árboles frutales: manzanos, perales, higueras y que les proporcionaban la fruta necesaria para su consumo.


En el centro del pueblo se encontraba la iglesia. Era de estilo románico de planta centralizada, con gruesos y pesados muros de piedra en los que se abrían unas ventanas de arcos de medio punto y vistosas vidrieras. El techo era de bóveda de cañón al final de la cual se encontraba el ábside de la misma en el que se hallaba el altar. Toscos bancos de madera alineados con un pasillo central ocupaban el espacio libe de la planta de la iglesia. En ellos, devotamente se acomodaban los convecinos los domingos y días festivos para oír la Santa Misa, y durante todos los días, por la tarde, dirigidos por el sacerdote, las mujeres del pueblo y los hombres con devoción rezaban las vísperas.


El cura párroco era de mediana edad, ni joven, ni viejo, más bien entrado en carnes, con su sotana negra hasta los pies y su bonete de unos cuatro dedos de altura circular y uniforme con sus cuatro picos iguales más o menos salientes de otros tantos espacios, como si fuese una especie de corona.

Era alegre y bonachón. Le gustaba rodearse de los niños del pueblo para enseñarles los rudimentos de la doctrina cristiana, y también aprovechaba el tiempo intentando meterles en la mollera algo de gramática y números.


Se los llevaba por las montañas cercanas y jugaba con ellos como si fuese un chiquillo más, buscando nidos, poniendo trampas para los conejos o recogiendo fresas silvestres, bellotas, castañas o lo que los árboles produjesen en ese momento.


Las lluvias


La cosecha anterior había sido muy abundante. Las trojes estaban llenas de trigo, cebada y centeno, por lo que el alimento estaba asegurado para las personas durante el invierno, así como la paja suficiente para los animales. La recolección de frutas había sido muy buena y todos los vecinos habían guardado en arcas o banastas llenas de paja cantidad más que suficiente para los tiempos fríos.


Aquél año la época de las lluvias comenzó muy pronto. Aún no había concluido el mes de agosto, cuando los cielos comenzaron a cubrirse de negros nubarrones que presagiaban aguaceros tormentosos que harían casi imposible salir de las casas.


Así ocurrió. A finales de dicho mes cataratas de agua bajaban del cielo, anegando campos, calles y caminos, embarrándolo todo y haciendo casi imposible el caminar. Los campos rezumaban agua y era totalmente imposible intentar abrir surcos para la nueva siembra. Además nadie se atrevía a hacerlo pues la tierra destilaba agua en tal cantidad que, de haberlo hecho, la semilla se hubiese podrido y habrían desperdiciado la simiente. Los hombres no podían trabajar y, cuando aclaraba un poco, caminando con los pies hundidos en el barro, se atrevían a salir de sus casas para reunirse con algún amigo en la pequeña taberna en la que compartían un vaso de vino.


La mayor parte del tiempo éstos se dedicaban a reparar los aperos de labranza o a construir utensilios de madera que se aprovechaban muy bien como menaje familiar Los muchachos empleaban la oportunidad para reunirse en la iglesia con el cura que continuaba con sus charlas instructivas, adobándolas con relatos de la Biblia que adaptaba a sus mentes para hacerlos más comprensivos. Las mujeres pasaban el tiempo sin salir de casa o esporádicamente, cuando no llovía, se juntaban en la de alguna vecina y allí pasaban el rato, repasando ropa, contando consejas y criticando a las que no se hallaban presentes.


Las nieves


La lluvia, aunque, de cuando en cuando, daba un respiro, se vio acompañada de un frío gélido e intenso que presagiaba un largo temporal de nieves. Efectivamente así ocurrió; a mediados de noviembre se iniciaron las primeras nevadas que, de forma intermitente, no cesaron hasta la llegada de la primavera. Aunque el frío era intenso, no perjudicaba tanto como la lluvia. La tierra comenzó a secarse, y aunque todavía no se podía sembrar, por los menos los habitantes bien abrigados con zamarras de borrego y, casi forrados con prendas de abrigo, se atrevían a salir a la calle y hacían una vida casi normal.


La llegada de los lobos


Casi a finales de noviembre comenzaron a bajar de las montañas los tan temidos lobos. El lobo, desde los tiempos más remotos, ha sido considerado por los humanos como un enemigo natural al que siempre había que combatir. Unas veces porque atacaba a los rebaños, matando y destrozando cualquier tipo de ganado. Bien lo sabían los pastores que, a pesar de tener perros fieros y bien entrenados para enfrentarse a ellos cuando una manada atacaba a un rebaño. Otras porque, cuando el hambre lo acuciaba, se atrevía a enfrentarse con el hombre y, más de una vez, alguno pereció por la acometida de una jauría lobuna.


Los días que no nevaba, o que, casi apenas lo hacía, alguno de los hombres del pueblo decidía subir por las mañanas a las montañas para ver si podía cazar algún animal poniendo cepos. Cierta tarde de primeros de diciembre, un hombre que había puesto trampas, al volver de revisarlas y comprobar que ningún animal había sido atrapado en ellas, vino diciendo que había visto lobos bastante cerca. El pueblo se alarmó y decidieron salir los hombres armados con ballestas, arcos y todo tipo de armas que poseían para dar una batida con la intención de matar alguna alimaña de aquellas o por lo menos ahuyentarlas.


Sólo los vieron desde lejos y cuando los lobos los divisaron escaparon huyendo a todo correr.

Transcurrían los días y se dieron nuevas batidas, algunas con éxito, ya que los animales se acercaban más al pueblo, y otras sin poder cazar a alguno. Las bestias no dejaban de merodear a pocos metros de la villa. A tal extremo llegaron que, por la noche, los vecinos decidieron encender hogueras de trecho en trecho alrededor de la aldea, para que no se acercasen a las casas, pues aunque atrancaban las puertas y cerraban las ventanas, los aullidos llenaban de miedo sobre todo a las mujeres y a los chiquillos. Los animales del corral, las vacas, las ovejas y los caballos también mostraban su temor, mugiendo, balando relinchando y coceando.


Las fieras, cada vez más hambrientas, pues era tanta la cantidad de nieve que cubría la tierra, que pocos animales se atrevían a salir en busca de alimento y, cuando lo hacían procuraban que no estuviesen éstas cerca, y al olerlas o divisarlas a lo lejos, corrían a esconderse en sus madrigueras. La audacia de estos animales, se hacía cada vez mayor y más de una vez se atrevieron a merodear por el pueblo a la luz del día, y por las noches a traspasar el círculo de hogueras y llegar hasta las puertas de las casas, aullando y arañándolas con sus uñas. El pueblo estaba sobrecogido de terror y a lo más que se atrevía alguno de los hombres era a disparar alguna flecha por una ventana entreabierta, que casi nunca daba en el blanco.


El prodigio


El día veinticuatro de diciembre amaneció de forma espléndida. Sin una nube en el cielo y con un sol radiante, aunque era poco calor el que proporcionaba. Las mujeres habían dedicad todo el día a preparar la comida especial para tan señalada noche, horneando distintos tipos de dulces y, a pesar del miedo a los lobos que no dejaban de acosar al pueblo, se disponían a disfrutar del día del nacimiento del Señor y después de cenar, todo al pueblo, menos los impedidos y demasiado mayores se dirigirían a la iglesia para oír la Misa del Gallo.


La claridad vespertina se sonrojaba de arreboles por tener que ceder sus dominios a las negras sombras de la oscuridad que, lenta, pero inexorablemente, le ganaban cada vez más terreno, presagiando una nigérrima noche que con su densa oscuridad cubriría el pequeño pueblo con un manto tenebroso.


Casi a media tarde, los hombres habían acumulada gran cantidad de leña lo más cercana a las casas, para que cuando llegase el momento, prenderle fuego con la esperanza de que las fieras lobunas los dejasen tranquilos llegar y estar en la iglesia.


Tras la cena que, por cierto esta noche la hicieron más tarde que otras para terminar cerca de la media noche, se dirigieron a la iglesia. Los hombres iban armados con garrotes, bieldos, alguna que otra hacha y poco más. Alguno llevaba un arco con un haz de flechas por si había que dispararles.

Llegaron a la iglesia con toda tranquilidad y se acomodaron en los bancos dispuestos a oír la Santa Misa con toda devoción.


El sacerdote ataviado con su alba, cíngulo, casulla roja y sobre ella la estola, salió con toda parsimonia y majestuosidad de la sacristía y, después de unas breves palabras de felicitación a los feligreses, inició el santo rito de la festividad.


Fuera se oía el constante aullido de los lobos. Algunos habían atravesado las hogueras y merodeaban alrededor de los muros del templo sin dejar de aullar causando desazón entre los fieles que, aunque se sentían bien protegidos por las gruesas paredes de piedra de la iglesia, comenzaban a sentir temor pensando en la hora de regresar a sus casas, estando las alimañas tan cerca.


Los broncos ladridos y aullidos de las fieras iban cada vez más en aumento. Al acercarse el momento de la Consagración el ruido era ensordecedor. Una vez elevado el Cuerpo y la Sangre de Cristo, la iglesia se vio iluminada por un intenso resplandor que sobrecogió a todos los parroquianos.

Se asomaron a las ventanas creyendo que alguna casa estaba ardiendo porque alguna chispa de cualquier hoguera hubiese alcanzado la puerta y lo que vieron los sobrecogió de tal manera que se quedaron sin aliento.


El resplandor rodeaba a un niño que se acercaba al pueblo, de unos ocho o diez años, no más, con el pelo rubio y una majestuosidad en el andar que causaba impresión. Los lobos comenzaron a agachar sus orejas y rabos y a mostrar posturas de sumisión. Cuando el niño estuvo entre ellos dio unas palmadas y los animales, todos a una, salieron corriendo hacia las montañas llenos de temor.

El niño, tras comprobar que no quedaba alguno rezagado, desapareció, tal como había llegado y con él también el resplandor.


Los vecinos no salían de su asombro, atónitos y religiosamente recogidos permanecieron en sus asientos hasta que el sacerdote, vivamente emocionado continuó celebrando la Santa Misa, al final de la cual entonó con su voz de barítono bien timbrada el canto de acción gracias y alegría Te Deum Laudamus.


Alegres y llenos de contento propusieron, para celebrar la huida de los lobos, unir todas las hogueras que había alrededor de la villa en una gran pira y pasar toda la noche cantando, bebiendo y disfrutando de verse libres del acoso de aquellas malignas alimañas.


Durante aquel penoso, nivoso y frío invierno no volvieron a asomar los lobos por las cercanías del pueblo y parece ser que se quedaron bien lejos en las montañas, atemorizados por la impresión que les causó la aparición de aquel niño.

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