El pasado lunes de Carnaval me sorprendió la noticia de la muerte de un gran divulgador de la Egiptología en España. Y sin duda me referiré a él en este artículo como “profesor Llagostera”, a sabiendas de que más de un recalcitrante me dirá que el honor de ser llamado así está reservado a los que desgastan moquetas y tarimas en las antesalas de los rectorados o se sienten tocados por la varita casi divinizadora que los convirtió en doctores (o doctoras, claro) apartándolos del mundo de los simples mortales. Sé que habrá excepciones, y no pocas; pero conviene recordar que aunque la Egiptología española va haciéndose un hueco importante en el ámbito internacional, hasta hace muy poco era un campo casi virgen dentro del mundo universitario y que nuestro país, en esto como en otras muchas cosas, ha sido lamentablemente “diferente”.
El profesor Llagostera, sin ser doctor ni haber dirigido ninguna excavación, fue, sin embargo, un gran conocedor de la civilización del Antiguo Egipto; un “scholar” en el sentido más británico del término. Es decir, un erudito. Y supo como pocos transmitir sus saberes y su entusiasmo a ese público tan amplio como especial que se interesa por los arcanos de Ta Meri. A lo largo de muchos años organizó y dirigió unos estupendos Cursos de Cultura Egipcia, que contaban con el respaldo de la Asociación Española de Orientalistas, de la que fue secretario durante un largo periodo.
Mi memoria me lleva a comienzos de la década de los noventa, cuando lo conocí en uno de aquellos destartalados despachos del Museo Nacional de Etnología, adonde había acudido a matricularme en uno de sus cursos de conferencias. Bettina, mi mujer, y yo quedamos sorprendidos por su porte, que tenía algo de “inglés de las Colonias” y un mucho de Howard Carter; rasgo que estoy seguro no cultivaba, si bien no pasaba inadvertido al mediano observador. Con regularidad kantiana asistí a aquellos cursos que se celebraban en el magnífico salón de actos del museo madrileño y por los que pasaron muchos de los que hoy representan lo más granado de la Egiptología en nuestro país. A vuelapluma recuerdo algunos nombres: Antonio Pérez Largacha, Miguel Jaramago, Covadonga Sevilla, Carmen Pérez Die, José Ramón Pérez Accino... A ellos se unían los de muchos estudiosos de la cultura egipcia; los de aquellos que habían luchado durante décadas para que la Egiptología ocupara en España la categoría académica que le correspondía por derecho propio. Uno de ellos fue el recordado profesor Felipe Sen.
Con el paso de los años aquellos cursos cambiaron de ubicación y tuvieron lugar primero en el Instituto Beatriz Galindo y más adelante en el Aula Isis, en Arapiles. Fue en 1994 cuando el profesor Llagostera me ofreció la posibildad de dar una conferencia sobre De Sacy, Akerblad y Thomas Young como pioneros en el desciframiento de la Piedra Rosetta. Aquella fue mi primera experiencia como divulgador de aquella cultura milenaria; algo que desarrollaría en los años sucesivos, al organizar cursos sobre el Antiguo Egipto en el Colegio Mayor Santa María de Europa y en la Biblioteca Pedro Salinas, de la Comunidad de Madrid. Esteban Llagostera fue en esto una suerte de mentor y la persona que me inspiró y orientó. En aquella cafetería próxima al Museo de Etnología, donde solíamos reunirnos un grupo de asistentes a las conferencias, nos informó de uno de sus proyectos más ambiciosos: organizar un monográfico sobre Egiptología dentro de los Cursos de Verano que la Universidad Complutense impartía en El Escorial.
Dicho y... casi hecho; puesto que dos años más tarde y gracias a su tesón y a su actividad incansable nos presentó un impecable programa de ponencias en el que habrían de participar importantes figuras del panorama egiptológico internacional. Como asistente a aquellas jornadas (una rara avis que volvió a posarse en los Cursos de Verano de la UIMP, en Santander, hace cuatro años) doy fe del interés y nivel de aquellas conferencias y debates que tuvieron lugar ante un público numeroso y expectante, en su mayoría joven, y del que sin duda saldría más de una vocación. Conocer por aquellas fechas a Járomir Málek y visitar con él y don Esteban las salas de antigüedades egipcias del Museo Arqueológico Nacional, constituyó (y no sólo para mí) una experiencia inolvidable.
Hoy nadie duda que la Egiptología es una disciplina científica y que llamarse “egiptólogo” es algo muy serio, que exige muchos años de estudio y formación. Hasta hace muy poco quien tratara de adentrase de verdad en su aprendizaje tenía por fuerza que emigrar durante un tiempo a lugares en los que se les daba la importancia, seriedad y profundidad requeridas. Existe, no obstante, un grupo de estudiosos a los que sería injusto negarles su condición de egiptólogos. Han sido aquellos que no sólo dedicaron una buena parte de su vida al estudio de la cultura egipcia, sino que además (y sin meterse en camisas de once varas) supieroncontarla. El profesor Llagostera fue a mi entender uno de ellos. A su magnífica memoria unió la cada vez más rara cualidad de saberse expresar en público, de comunicar, y su amplísima trayectoria como conferenciante, organizador de cursos, articulista y autor de libros dan buena cuenta de su labor en pro de la egiptología española. Sin dejar de lado a un clasico, su “Estudio radiológico de las momias egipcias del Museo Arqueológico Nacional”, quedan títulos tan ilustrativos como “La poesía erótico amorosa en el egipto faraónico” o “El Egipto faraónico en la Historia del Cine”.
Tal vez algún día, admirado profesor, nos reencontremos en el Campo de los Juncos.
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