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Presos en el laberinto del mundo

Es hora de liberarnos de este egoísmo mundano
Víctor Corcoba
jueves, 22 de febrero de 2018, 09:58 h (CET)

Si la desigualdad que impera hoy en el mundo está profundamente relacionada con esa cultura interesada del privilegio, también nos acorrala un fuerte deseo de dominio, por parte de los poderosos, para impedirnos unir voces y poder transformar el mundo, en un espacio más de todos y de nadie en particular. Por tanto, es hora de liberarnos de este egoísmo mundano y de pensar en otro estilo de convivencia más desinteresado, porque al fin de nuestra existencia lo que vale no son las propiedades aglutinadas, sino la ejemplaridad de nuestro camino, y con él, nuestro testimonio y nuestras andanzas. Ojalá aprendamos a sentir y a concertar las palabras con la mente y el corazón. Seguramente, entonces, no dejaríamos que más de dos millones y medio de recién nacidos fenezcan anualmente antes de poder alcanzar su primer mes de vida y, de ellos, un millón fallecerá el mismo día que nacen, especialmente en esos países, a los que aún le falta una asistencia sanitaria asequible, una alimentación apropiada y el consumo de agua potable. Ya está bien de que una buena parte de seres humanos caminen penados por un planeta, mientras un grupo de predilectos dominantes lo derrochan todo y apenas comparten nada.


Realmente me cansa esta cárcel mundana, pues es un laberinto injusto, en medio de tantas atmósferas putrefactas que agreden y desprecian a la persona más vulnerable. Resulta impresionante constatar este cúmulo de maldades que verdaderamente nos roban hasta las lágrimas. Desgraciadamente, nos hemos acostumbrado a vivir enrejados en nuestro egoísmo altanero de los excesos superfluos, hasta el punto de no acertar a discernirse asimismo, sobre cuál es el verdadero corazón y cuál es la máscara. Deberíamos encontrar ese verdadero itinerario de amor, y aprender a cultivarlo día a día, lejos de la autosuficiencia, el orgullo y la soberbia que nos invade y gobierna por doquier rincón del planetario. Creo que ha llegado el momento de que recapacitemos como especie pensante y veamos la manera de confluir culturas que alienten hacia la autenticidad de todo caminante. De entrada, ahí van a estar los datos que nos van a indicar si los esfuerzos de desarrollo a nivel mundial se dirigen a los pobres y a las comunidades más sensibles y marginadas. Sea como fuere, no podemos pensar en clave apocalíptica, estamos obligados a leer la realidad y a plantarle cara con nuevos replanteamientos de nuestros modelos económico-sociales.


Quizás sea tiempo de pararse y de reflexionar, de correr menos por este laberinto del mundo, ya que la misma velocidad nos confunde y nos atrofia. A propósito, ya en su tiempo el escritor sueco Johann August Strindberg (1849-1912), decía que: “cuando se tienen veinte años, uno cree haber resuelto el enigma del mundo; a los treinta reflexiona sobre él, y a los cuarenta descubre que es insoluble”; y, ciertamente así es, pero no podemos dejar de alimentar la esperanza, y para ello, es primordial que la sensatez nos aliente, al menos para volvernos más compasivos con nuestros análogos. En la actualidad, precisamente, la bioética se entronca como algo decisivo en la disputa entre el absolutismo de la técnica y la responsabilidad moral, y en el que está en juego la posibilidad de un desarrollo humano e integral. No olvidemos que el ser humano crece cuando progresa interiormente. Es desde esa hondonada espiritual como se trabaja por el bien de todos. En este sentido, las diversas religiones pueden hacer mucho bien a la humanidad, siempre y cuando no sean manipuladas, sacándolas de contexto, para favorecer luchas y enfrentamientos. Por ejemplo, el anhelo del cristiano es que toda la familia humana pueda invocar a Dios como Padre nuestro. Partiendo de esta concordia es como se fraterniza todo, mediante caminos cooperantes de encuentro y reconciliación. 

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