Iba con mi esposa en la parte posterior de un autobús. En una parada sube al vehículo una mujer con un niño. El niño se sienta en el asiento que se encuentra detrás del conductor. Un hombre, también con un niño que sube al autobús detrás de la mujer habla con ella. La mujer coge al niño y se sienta enfrente de nosotros. Le preguntamos qué había ocurrido. Nos dice que quería que su nieto se sentara en el sitio que ocupaba el mío porque a su nieto le gustaba ir en él. Esta es una manera de educar para fabricar pequeños tiranos en la familia.
El psicólogo Javier Urra asegura que ningún niño nace siendo un tirano, sino que hay progenitores que no actúan como adultos educadores debido a que ”hacen todo tipo de concesiones para no tener problemas y al final lo que generan es un problema”. El juez de menores Emilio Calatayud resumía así la complicada tarea educativa: ”Les hemos dado muchos derechos, pero no les hemos dado deberes. Hemos perdido el principio de la autoridad. ¡Hemos querido ser amigos de nuestros hijos!” La pedagoga Montse Domènech declara al respecto: “Los límites dan seguridad a los niños, que se sienten perdidos si no hay pautas de conducta en los hogares. Los padres necesitan coger la autoridad y no ceder ante los intentos del niño de salirse con la suya”.
Jueces, psicólogos, pedagogos, se ponen de acuerdo en que si se quiere evitar criar “tiranos en casa”, que los padres ejerzan de padres y que no dimitan de su autoridad. Lo que los técnicos ignoran es de dónde les viene a los padres la autoridad que deben ejercer.
El Decálogo, la Ley de Dios, los Diez Mandamientos se acostumbra a representarlo gráficamente en dos tablas de piedra. En una están gravados los cuatro mandamientos que tienen que ver con Dios. En la segunda, los seis que tienen que ver con el hombre. Es muy significativo que el quinto tenga que ver con la familia: “Honra a tu padre y a tu madre, para que tus días se alarguen en la tierra que el Señor tu Dios te da” (Éxodo 20: 12). En el Decálogo Dios se presenta como la Autoridad suprema que delega autoridad a los padres, autoridad que los hijos deben reconocer y aceptar honrando a sus progenitores. El mandamiento indica cual debe ser la actitud de los hijos hacia los padres, pero el pecado impide que la honra que los hijos deben a los padres sea efectiva. He aquí porque la Biblia enseña que los padres deben responsabilizarse en la tarea de instruir a los hijos en los caminos del señor. Pero si los padres no creen en Dios, ¿qué instrucción podrán dar a los hijos?
Sin Dios, que es la autoridad suprema, anarquía. No existe Ley. Una de las épocas más oscuras de la historia de Israel fue la de los Jueces. Así se la describe: “En estos día no había rey en Israel: cada uno hacía lo que bien le parecía” (Jueces 21. 25). ¿Esta descripción no retrata nuestro tiempo? Sin Dios, a pesar que los hombres legislen para que la situación no se desmadre, lo cierto es que no se la puede controlar.
Si Dios ha muerto o no existe, las tablas de la Ley, si sirven para algo es para hacer una reproducción gráfica como objeto decorativo, para colgarlo en la pared del comedor. Queda muy bien en un hogar que se considera cristiano. Si uno se considera cristiano pero su fe en Dios solamente es de labios la Ley de Dios se convierte en un legalismo asfixiante que hace que las relaciones entre padres e hijos sean una ficción porque cada uno de ellos va por su lado. Padre e hijos viven bajo el mismo techo, pero viven en mundos muy distantes.
Vivir sin Dios como se da el caso en la sociedad actual, a pesar que los dirigentes eclesiásticos digan que existe un atisbo de esperanza porque remonta la piedad popular. Como prueba de este despliegue presentan el crecimiento participativo en las procesiones de Semana Santa. La piedad popular más que una demostración de fe es una prueba de que la gente lo que quiere es pasarlo bien, olvidarse por unos instantes de sus preocupaciones. Profundizar en los misterios de la fe cristiana, ¡ni pensarlo! Los problemas que hoy son tan evidentes en las relaciones padres e hijos es una muestra de que la piedad popular no sirve para dar solución a las cada vez más difíciles relaciones entre padres e hijos.
Para intentar solucionar la problemática adolescente se debería ir a buscar la solución que aportan los Diez Mandamientos. Se debe empezar por reconocer la autoridad suprema de Dios y por lo tanto aceptar su Ley como autoridad absoluta. Debemos reconocer la existencia del Dios eterno que en la persona de su Hijo Jesús encarnado se manifiesta como “Dios es amor” (1 Juan 4:8). Habiendo creído en este Dios que se manifiesta en Jesús, el amor de Dios empieza a llenar el corazón del creyente y que se derrama en su entorno. Si los padres son recipientes del amor de Dios quienes primero lo notarán serán sus hijos que, si se lo hacen suyo, el temor de Dios estará presente en ellos. Buscarán amar a Dios sobre todas las cosas y la consecuencia inmediata será honrar a los padres. Obedecerles les será la cosa más natural porque nacerá de sus corazones hacerlo. Se ha establecido la base la base de unas relaciones sociales más justas. Obedecer el resto del Decálogo será la consecuencia lógica de haberse establecido en el seno familiar la autoridad suprema de Dios
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