Entro en una cafetería de mi ciudad. Es uno de esos establecimientos clásicos de provincias. Toda una institución en su género por su larga trayectoria a través de distintas generaciones.
Detrás de la barra a la que me acerco para tomar mi café de la tarde, está la figura de Paco. Forma parte inseparable de la estampa del establecimiento. No sé cuándo se situó tras esa barra, pero creo que sin su gesto amable y servicial, el establecimiento no sería el mismo. Le imprime carácter —y en un alarde entrañable de afecto— yo diría que hasta un sabor especial al café. Si le dieran un céntimo por cada uno de los cafés que ha servido en su vida, hoy sería millonario. Ya tiene el pelo blanco, está algo encorvado y sus piernas le obedecen con dificultad dentro del estrecho espacio existente entre la cafetera y el mostrador. Pero ahí sigue como una institución, con su talante afable, atendiendo a la parroquia. Seguramente está esperando a cumplir la edad de legal para poder cobrar una pensión por jubilación que probablemente no excederá mucho de los mil Euros, después de toda una vida de trabajo.
Mientras le veo moverse —ya con dificultad— de un lado a otro de la barra, pienso en si después de haber entregado toda una vida a la sociedad, el Estado será capaz de devolverle la recompensa a que su esfuerzo le ha hecho acreedor, porque a pesar de las afirmaciones que sobre el futuro de las pensiones hagan los bajitos que nos desgobiernan, los bajitos, mienten… y pienso si llegará a cobrar su exigua renta cuando le llegue el momento.
Y naturalmente, no puedo evitar pensar en los sueldos excepcionales y privilegios de que gozan esos hombres bajitos, que desde la oposición o en el poder, ocupan los parlamentos, cabildos, diputaciones y concejos españoles. ¡Y no digamos nada si son asesores o dirigentes de alguna empresa pública, de esas que acuerdan fundar los bajitos, para eludir el control que las leyes tienen previsto para las instituciones!
Pienso en esos eurodiputados españoles —de todos los partidos— que se niegan a volar en clase turista, a pesar de que podrían ahorrar unos 1.100€ por parlamentario y vuelo, amén de otras percepciones no sujetas a transparencia ni justificación alguna.
Pienso en todos los bajitos –y no me da la gana de entrar en el juego de hacer distinción de géneros— que se lo han llevado crudo a paraísos fiscales, y no han devuelto, ni devolverán, un solo céntimo. Pienso en lo que presuntamente —y no presuntamente— se embolsan los partidos a costa de nuestros bolsillos y de otros bolsillos más lejanos de ciudadanos que están huyendo de su país porque se están muriendo de enfermedades y hambre.
Pienso en el despilfarro y el desbarajuste político que supone la multiplicidad de funciones —Estado, comunidades autónomas, diputaciones y ayuntamientos— que tienen competencia sobre una misma materia, como puede ser la sanidad, la educación, la cultura o el turismo.
Pienso en los innumerables proyectos faraónicos electoralistas y fracasados de las comunidades autónomas que no han servido más que para crear unos agujeros económicos inasumibles.
Pienso en las subvenciones concedidas a empresas inviables —pero amigas— que terminan por quebrar, sin que nadie asuma ningún tipo de responsabilidad, más que el contribuyente que es el que ha desembolsado el dinero.
Pienso en esa cantidad ingente de ERES y prejubilaciones fraudulentas que hemos costeado los sufridos contribuyentes con merma de las inversiones en nuestros territorios y recortes en las prestaciones.
Pienso en el dinero gastado en subvenciones y actividades ideológicas subversivas llevadas a cabo por los nacionalistas, patrimonio que se viene dilapidando durante décadas, sin que quien tenía la responsabilidad de velar por su correcto uso le ponga coto a ese desenfreno.
Pienso en los miles de millones, que bajo la máscara de la cooperación internacional, se han entregado para fomentar presuntamente proyectos esperpénticos, y que en el fondo, lo único que se pretendía, era el fomento internacional de ideologías afines.
Pienso en los aeropuertos fantasmas, en cómo se han multiplicado los asesores que no asesoran nada —algunos a los que no se les ha llegado a conocer en lo que se suponía era su centro de trabajo— pero que sí cobraban su nómina a final de mes.
Pienso en cómo España es uno de los países del mundo con más coches oficiales, con modelos de alta gama, con el alto coste que representa no solo su adquisición, sino el de la asistencia del conductor y el mantenimiento del mismo, muchas veces utilizados para ir a la peluquería o a misa.
Pienso en las diversas ocasiones en las que los bajitos con poder han utilizado aviones militares para acudir a actos electorales de su partido, e incluso para ir llegar a punto al comienzo de un festejo taurino, y por lo tanto pagados con el dinero de los contribuyentes.
Pienso en las líneas y paradas fantasmas de AVE que se han construido con fines meramente electoralistas y que reciben tan pocos pasajeros que su mantenimiento genera un gran déficit a las arcas públicas, por no mencionar el desembolso inicial que supuso la creación de esas líneas.
Pienso en aquellos cargos públicos de todos los partidos, que mientras había familias que de la noche a la mañana se veían en la más absoluta indigencia, sin tener a donde ir porque habían perdido sus puestos de trabajo y sus hogares, sin el menor pudor, se subieron los sueldos en proporciones que llegaron a alcanzar hasta el 113%, algunos superando el sueldo del presidente del Gobierno.
Pienso en los 86.000 millones de Euros anuales que nos cuesta mantener 17 reinos de taifas con 920.000 enchufados y empleados que sobran con este sistema territorial y las castas políticas que lo sustentan.
Y pienso en el deterioro sufrido por nuestro ya lastimoso sistema educativo, y sus víctimas —nuestros jóvenes— con los recortes aplicados a causa de una crisis negada en su momento, y que nos situó al borde de la quiebra económica.
Pienso en esas plantas de hospitales, servicios de urgencia, ambulatorios y centros de salud cerrados por los recortes; en el aumento espectacular de las listas de espera; en el aumento en los plazos de revisión de enfermedades crónicas; en los cerca de 500 medicamentos retirados de la financiación pública; en el recorte de plantillas de personal sanitario, con la consecuente merma en la calidad de la atención a los pacientes.
Pienso en los millones de Pacos que han entregado su vida a la sociedad y contemplan con inquietud un futuro incierto por el riesgo en que se encuentra un sistema de pensiones quebrado hace tiempo.
Pero ¿Qué les importa todo esto a los bajitos instalados en el poder?
Ya saben ustedes el concepto que del dinero público tienen. Lo dijo la exministra socialista Carmen Calvo hace nada menos que catorce años:
- “El dinero público no es de nadie”
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