Entre los siglos XVI y XIX se realizó una compilación de textos de la civilización maya titulada Chilam-Balam, en la que encontramos magníficos ejemplos de cómo era el punto de vista que los indígenas tenían sobre sus nuevos señores, los conquistadores españoles. Allí se lee lo siguiente: «Debido a la locura del tiempo y la locura de los sacerdotes, junto con el cristianismo ha entrado en nosotros la aflicción. Los cristianos vinieron aquí con su Dios verdadero y así tuvo lugar el principio de nuestra miseria, la obligación de tributar, el comienzo del saqueo, de la esclavitud, de las deudas, el comienzo de la eterna incomprensión y el comienzo del sufrimiento».
¿Pero cómo podían saber los mayas que aquello con lo que se encontraban solo llevaba el nombre de cristiano por encima, pero que no tenía nada que ver con la vida y enseñanza de Jesús de Nazaret?, ¿Cómo podía saber por ejemplo el cacique indio Hatuey que sus asesinos no eran cristianos sino católicos, y que el crucifijo con el cuerpo inerte de Jesús de Nazaret cruelmente asesinado que un monje franciscano sostenía ante su vista cuando ya estaba atado a la hoguera, no era un símbolo cristiano? De hecho los primeros cristianos nunca utilizaron algo así.
Hatuey fue el último cacique superviviente de la tribu de los taínos de Haití, exterminada al cabo de pocos años, y el fraile dominico Bartolomé de Las Casas narró las circunstancias concretas de su asesinato. Hatuey huyó a Cuba donde fue apresado por los españoles. Antes de encenderse la hoguera, el padre Olmedo, con la cruz en la mano, intentó convertirle al supuesto cristianismo, diciéndole que la figura martirizada que tenía ante sus ojos era el verdadero Dios y que si se convertía iría al Cielo, donde imperaba la eterna felicidad, y que si no iría al infierno, al lugar del tormento eterno. El cacique le preguntó entonces si en el Cielo había también cristianos. «Claro que sí», dijo el misionero, «todos los buenos cristianos van allí». El indio no tuvo que reflexionar mucho y dijo que prefería arder eternamente en el infierno, a tener que vivir en el Cielo entre cristianos, los más crueles de todos los hombres.
En este ejemplo vemos como los conquistadores católicos no solo cometieron un genocidio en Latinoamérica, sino también un crimen contra las almas. Ellos transmitieron a los indígenas una imagen infinitamente cruel de Dios y de Cristo, lo que posiblemente sigue teniendo efecto aún en muchas almas después de tantos siglos.
Cuando los conquistadores torturaban y ejecutaban a los nativos, utilizan las imágenes católicas como símbolos cristianos. Ellos colgaban en una amplia horca a trece indios, hombres y mujeres, con los pies en un banco de madera sobre el que a duras penas podían sostenerse de pie, al que prendían fuego de modo que la cuerda iba cerrándose lentamente sobre sus cuellos; y esto para gloria de Cristo y de los doce Apóstoles. ¿Quién es capaz de empujar a seres humanos a cometer tales crueldades? Jamás Dios, el Eterno, el omnisapiente y amoroso Dios creador, tampoco Cristo, el corregente del Cielo. ¿No será más bien entonces el dios de abajo, el dios de las tinieblas, a quien Jesús de Nazaret se refirió en algunas ocasiones con las siguientes palabras: «Yo vengo de arriba, pero vosotros sois de abajo»?
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