Hoy en día, en democracia, cuando se recurre a la fuerza, se pone de manifiesto el fracaso de la propia autoridad. En realidad, este fracaso demuestra que autoridad y sumisión no se pueden conjugar. A la autoridad, el poder le viene por sí misma, y su reconocimiento es incuestionable. La autoridad se visualiza en personas concretas, pero no debemos caer en el espejismo de que estas personas administran el poder de manera arbitraria. Tan sólo son “ministros” de un poder que no les pertenece personalmente.
Nadie se da a sí mismo la autoridad, sino que se les entrega, y esta entrega obliga a todos los ciudadanos. Hablamos pues de obediencia, y de consentimiento tácito a esta obediencia voluntariamente aceptada. La igual dignidad de todos los hombres y la aceptación de la autoridad son dos realidades absolutamente compatibles.
El rechazo a la autoridad, en cualquiera de sus manifestaciones, tal y como hoy en día la comprendemos en nuestras sociedades modernas y democráticas (legislativa, ejecutiva y judicial), va de la mano, no con el principio de igualdad de todos los hombres, sino con la reivindicación de lo que parece ser una caricatura de esa misma autoridad. Dicho de otro modo, el rechazo de la autoridad tiene como resultado, afirmar la desigualdad de los hombres entre sí.
Cuando existe un delito, el que lo comete rompe la igualdad social, es decir, que se erige como teniendo más derechos que el resto de los ciudadanos. El violador, por ejemplo, actúa como si pudiera ponerse por encima de la ley, atribuyéndose derechos suplementarios con relación al resto.
Pero para que la justicia punitiva respete los Derechos del Hombre, es necesario que haya una equivalencia entre la sanción dictada y el daño sufrido. Es obligatorio que la pena sea proporcional al delito cometido. En caso contrario, surge la injusticia.
El deseo de igualdad es el que ha permitido el progreso social y humano, y por tanto, el desarrollo de la justicia. Cuando hablamos de igualdad, hablamos de igualdad de derechos. La igualdad es un valor real de la justicia, puesto que las relaciones más satisfactorias entre los hombres se basan en el principio de igualdad.
Hoy en día, en nuestro Estado democrático, la igualdad no es una idea utópica, sino un hecho real y jurídico. Y la condición indiscutible de la igualdad es la libertad. No existe igualdad entre hombres y mujeres si no existe el derecho de resistencia a la opresión.
En todo caso, por muy intensos que sean los sentimientos sociales, no pueden suplantar la verdad de lo que se está juzgando. Y esto es muy peligroso, y lo hemos visto estos días, cuando la gente se manifestaba en la calle, cuestionando el fallo del tribunal encargado de juzgar los delitos imputados a La Manada. Es peligroso porque tiende a establecer como autoridad última la sensibilidad social, y hacer depender de ella lo que es o no verdad.
El juez no hace juicios morales sobre las acciones a las que se ve confrontado, ni tampoco sobre sus autores. El magistrado sólo tiene como única función pronunciarse sobre la conformidad o la contradicción entre esos actos y las leyes, de las que él mismo no es el autor, y que incluso, es posible que ni siquiera apruebe. Por lo tanto, su juicio, no es el suyo, sino el juicio de la ley, que no lo es tampoco moral. Las acciones ilegales no son las que van en contra de la moral, sino las que atentan contra el individuo o el orden público.
A partir de aquí, que cada cual saque sus propias conclusiones, y valore hasta qué punto la sociedad puede manifestarse públicamente, y en masa, cuestionando el fallo de un tribunal, sin conocer en su totalidad las pruebas presentadas por la acusación.
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