Llama la atención la lucha permanente del ser humano contra sí mismo, incapaz de establecer vínculos más allá de lo circunstancial o del interés mundano; de ahí, que las mismas relaciones afectivas, suelen mantenerse por puro egoísmo, mientras nos sirven. Después llega, el bloqueo, la desconexión, el abandono y la ruptura total. ¡Cuánta decadencia de principios! Así, cuesta entender la ruptura de matrimonios pasados los cincuenta, cuando debían pensar en la poética de envejecer juntos, velándose y nutriéndose mutuamente. Quizás, fruto de esa hostilidad de género, en ocasiones avivada por los oportunistas, se nos impida entrar en diálogo y reconciliar enfrentamientos, máxime en un tiempo en el que la clemencia tampoco se proyecta como valor. A veces, son tan dramáticas las angustias de las familias, que nos quedamos sin palabras, cuando vemos que los gobiernos apenas le prestan auxilio.
Un hogar y un trabajo es algo innato en nuestra búsqueda. Nos esperanza, por tanto, que este año coincidente con el Día Internacional de las Familias (15 de mayo), se destaque el papel de las políticas familiares como elemento importante para el cumplimiento del Objetivo de Desarrollo Sostenible 16, puesto que enfatiza la necesidad de construir sociedades pacíficas e inclusivas. Ojalá pasemos de los buenos propósitos a la acción, los guiones están muy bien, pero las ofertas de trabajo cada día son más precarias y dificultosas para hacer familia.
También nos llama la atención, en ese formar familia, la poca vigilancia de las instituciones a lo que constituye la unidad básica de la sociedad. Dicho lo cual, deberíamos repensar en otros sistemas económicos más justos. El actual es una máquina social de producción excluyente, que suele marginar a los más débiles, condenándolos a experiencias migratorias verdaderamente crueles de separación. Esta galopante decadencia de principios, en la actual coyuntura de mundialización, conduce a la falta de un trabajo decente, puesto que hasta las mismas políticas sociales no suelen responder de manera equitativa a los diversos empleadores, ya sean trabajadores nacionales o migrantes. Olvidamos que la justicia social es la piedra angular que nos armoniza. Deberíamos, sin duda, poner más atención en esos trabajadores que son objeto de explotación, discriminación y violencia. Con demasiada reiteración, no pueden acogerse, ni ellos, ni tampoco sus familias, a los sistemas de protección más básicos. Es hora, pues, de despertar y de ver el tipo de sociedad que hemos de construir. Hasta ahora la hemos dividido en dos; aquellos que lo tienen todo, mientras hay otros que no tienen nada. Aquí radica la gran injusticia, la de las tremendas desigualdades. En las Américas, por citar un dato recientísimo, faltan 800.000 profesionales de sanidad, además de estar mal distribuidos al concentrarse básicamente en zonas urbanas o con mayores recursos económicos.
Indudablemente, el futuro de esta sociedad, que aspira a ser unidad y por aquello de respetarnos, no le pongamos grilletes al alba, va a depender, en gran parte, de la familia, al presente tan golpeada y tan incomprendida como jamás. Ahora bien, la mayor división que existe hoy en el mundo es entre la mitad de nuestro futuro, que estará bien educada, y la otra mitad, que se quedará atrás. Y los que se han quedado atrás incluyen a 75 millones de niños y 10 millones de refugiados, en zonas de conflicto u otras emergencias, cuya educación se ha visto interrumpida y para los que la ausencia de educación refleja una promesa incumplida. Algo tremendo, si se tiene en cuenta que el ser humano no es más que lo que la educación hace de él.
Prosiguiendo, bajo esa llamada de atención, en lo que es base y lugar donde las gentes aprenden por primera vez los valores que les guían durante todo su caminar frente al otro, a compartir y a convivir, a conocerse y a reconocerse, es menester acusarse a uno mismo. Sería buen comienzo para esa transformación armónica que todos decimos desear. El bien comienza por el yo para concertarse luego con todos. Sea como fuere, también nos conviene estar alerta ante las grandes amenazas para las familias, como es el aborto, la eutanasia y el suicidio asistido. Por otra parte, convendría que nos interrogáramos sobre esa falta de ayudas e incentivos; ya sea para acompañar a las familias en su rol educativo, mediante las escuelas de padres; ya sea para estimular la estabilidad de la unión conyugal mediante centros de terapia familiar; ya sea para acoger a los abuelos, nuestra memoria viva, y con ellos estarían asegurados la transmisión de los grandes valores a sus nietos, que son el porvenir del mañana. En consecuencia, urge que recapacitemos, cuando menos para que este nudo de tormentos humanos no acabe ahorcándonos como especie. Mal que nos pese, estamos predestinados a entendernos y a vincularnos familiarmente, a través del bálsamo reconciliador del amar de amor amar, para todo tiempo y edades. No perdamos más estaciones, restaurémoslo para el alma, el cambio será patente. ¡Bravo!
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