Al fin han soltado a la turba infantil de los colegios. La oleada en forma de invasión bárbara ya ha tomado los parques, calles y plazas en el antes tranquilo horario escolar. Ya no se puede tomar tranquilamente un café en la terraza de una cafetería, de una plaza cualquiera y anónima, sin sufrir el constante bombardeo de los balones. Por no hablar de los dichosos patinetes futuristas, esos endemoniados caprichos que nos retrotraen a películas míticas de nuestra niñez. Eso sí que era infancia y sí que era verano y vacaciones. Había una figura entonces que se repite en la actualidad: los abuelos. Aunque claro, nada que ver con los abuelos actuales.
Los abuelos de hoy en día son parte activa de las vacaciones infantiles.
Mejor dicho: son parte activa de la infancia. Los niños de hoy en día pasan casi más tiempo con sus abuelos que con sus padres. Y no sólo en vacaciones, durante el resto del año son los encargados de llevar y traer a los nietos al colegio, a las clases de música e inglés, al fútbol, a patinaje. Es decir, a toda una serie de actividades que en nuestra infancia no teníamos porque no eran necesarias. Crecimos sin nada de eso. Algunos incluso hasta sin abuelos.
Esta mañana he asistido a un curioso caso, bastante habitual, por cierto. Tristemente habitual, mejor dicho. Estaba yo tomando un café en una céntrica cafetería, sentado a una mesa en plena plaza, junto a un mercado y un parque infantil. En la mesa contigua un grupo de mujeres, todavía jóvenes, departían entre ellas de lo trabajoso que resulta ser madre y la desfachatez de los colegios al no aguantar a los niños unas semanas más. Todas estaban impecablemente vestidas, muy bronceadas y no parecían tener mucha prisa.
He seguido enfrascado en la lectura de mi periódico, sin prestarles más atención. Poco después, un niño de no más de cuatro años, ha chocado con su triciclo contra mi silla. Un instante después, un septuagenario ha llegado a la carrera, me ha pedido disculpas y ha recogido al niño y su triciclo. Justo en ese momento, y no antes, una de las rubias de peluquería de la mesa contigua ha increpado al niño y al anciano: «Eric, vete al parque con el abuelo y no molestes»; «Papá, ten cuidado con el nene, que no se te escape.»
He visto alejarse al anciano. Llevaba al niño de la mano con gesto sumiso. En su rostro, agachado a medias, se dejaba entrever un halo de derrota. A unos doscientos metros, un grupo de ancianos, de su misma generación y cuidando de niños de edad similar a su nieto, lo ven llegar con la misma expresión en sus semblantes.
Cuando estaba a punto de marcharme, las mujeres de la mesa de al lado han llamado a sus padres e hijos (el grupo de ancianos y los niños), han colocado estratégicamente a los niños alrededor de la mesa y han comenzado a hacerles fotos. Los ancianos observaban desde la distancia, expectantes. Las madres comentaban entre ellas: «pasad todas las fotos al grupo de WhatsApp», «éstas en las que salimos todas las podemos subir al Facebook.»
Cuando caminaba hacia mi casa unos minutos después, justo al pasar por el parque infantil, el grupo de niños y ancianos volvían a estar juntos. Jugando unos y con semblante de derrota los otros. A lo lejos se podían escuchar las risotadas desde la mesa de las madres.
Los abuelos y las abuelas de hoy son padres y madres por duplicado.
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