Hace pocos días, manifestantes en pro y en contra de un monumento a la causa confederada denominado “Silent Sam”, se enfrentaron en el predio de la universidad de Carolina del Norte derivando la gresca en varios arrestos.
El monumento representa a un soldado confederado, partidario de la secesión sureña que reivindicaba entre otras cosas el modo de producción esclavista. El choque entre dos modelos productivos, entre otras causas en segundo plano como el tema de la esclavitud, derivaron en uno de los más terribles momentos de la historia americana. Fue la guerra civil norteamericana, desarrollada entre 1861 y 1865,
Aquel sangriento enfrentamiento armado, que costó cientos de miles de vidas, no hubiera sido posible sin las vacilaciones y reconocimiento de la Confederación del Sur por parte de los gobernantes ingleses y franceses. Existen testimonios del apoyo de Napoleón III a los secesionistas del Sur, y la conveniencia de la guerra para Inglaterra era evidente, aunque una poderosa corriente creada por los trabajadores de la industria textil determinó un papel ambiguo del imperio británico.
Karl Marx, entonces residente en el Reino Unido, había considerado que la abolición de la esclavitud, era el documento más importante jamás redactado en la historia de Estados Unidos.
Los acontecimientos demostraron luego que el redactor del manifiesto comunista había pecado de excesivamente optimista, dado que cien años después el luchador por los derechos civiles Martin Luther King todavía calificaba a la misma proclama como un “cheque sin fondos y pagaré falso”.
En Sudamérica, como en muchas otras regiones, los historiadores han desnacionalizado el conflicto que llevó a esa cruenta guerra entre el norte y el sur de Estados Unidos, teniendo en cuenta que sus derivaciones no tardarían en llegar a Sudamérica teniendo, además, como motivaciones centrales a las mismas materias primas y como pretextos a las mismas causas altruistas similares.
Por una casualidad muy casual, una guerra terminaba en los primeros días de mayo de 1865, y por la misma fecha Argentina y Brasil renovaban un antiguo acuerdo para invadir el Paraguay.
Aunque las proclamas eran similares, y hablaban de libertades esquivas, las reales motivaciones también se relacionaban con materias primas tales como el algodón, que entonces producía gran quebranto a la industria textil británica.
Durante la guerra contra el Paraguay, de 1865 a 1870, no se habló de la esclavitud, pero a diferencia de la guerra civil norteamericana, terminó con el triunfo de los esclavistas. El socio principal de la Triple Alianza contra el Paraguay (Brasil) aboliría la esclavitud dos décadas luego de llevar a un ejército compuesto mayoritariamente por esclavos, a una guerra contra un vecino por intereses extranjeros a la región.
La Argentina de Mitre y Sarmiento, socios menores que no tenían razón de interés nacional alguna que invocar para acompañar al Brasil de Pedro II, entonces una monarquía esclavista europea reinante en América, dirían que llevarían la civilización a un país que ya contaba con ferrocarriles y telégrafos antes que los capitales ingleses los construyeran en Argentina.
El Uruguay bajo ejércitos de ocupación extranjera, solo figuraba nominalmente en un acuerdo infame. La guerra de la Triple Alianza tampoco terminó con la esclavitud, sino que además la contagió de Brasil a Paraguay, en beneficio del latifundio y la miseria.
Algunos los próceres de aquella “heroica gesta” y que todavía son venerados en Argentina, escribieron líneas racistas terribles, considerando que los gauchos que integraban su propio ejército no solo deberían ser relegados a una condición social deplorable, sino que además debían morir para ofrendar su sangre que ni siquiera podía considerarse humana, para abonar su pais.
Hoy pueden verse en ciudades como Buenos Aires, sobre todo en los barrios ricos, monumentos a los prohombres de la esclavitud triunfante en 1870 con la destrucción del Paraguay. No se sabe cuanto tiempo más permanecerán simbolizando ignominias del pasado, aunque los historiadores ya saben que esas estatuas no son otra cosas que pruebas documentales de un genocidio.
Aunque en estos tiempos que corren, podemos asegurar que nadie está seguro sobre su pedestal, aunque haya estado ciento treinta años sobre el mismo fundido en bronce y tenga como abogado al mismo Donald Trump. El General Robert Lee es un caso de prueba.
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