Destripa la mañana el film Mandy, en la sala del Auditori, la obra de Panos Cosmatos que, según la temperatura de los aplausos —y la trayectoria del festival—, tiene muchos números para salir premiada de Sitges y muchos elementos para convertirse en obra de culto, casi el mismo número que hacen de ella una película autofagocitaria, que se crea ante los ojos del espectador y ante ellos se destruye. Porque hay dos películas en Mandy: el film ingrávido, denso, despacioso y profundo que ocupa la primera mitad, cuando conocemos la historia de amor entre Nicolas Cage y Andrea Riseborough y asistimos a la llegada del mal a sus vidas; y el film veloz, voraz, rojo y matérico de sangre, acción y venganza, extraño humor mediante, de la segunda parte, cuando Cage toma las armas y va a por los tipos malos, funambuleando él mismo entre el hombre que fue y su versión delirante.
La primera hora de Mandy es un flujo cinematográfico en estado de gracia, una puerta hacia la belleza más exquisita del cine donde todo se convierte en un magma único: la certera dirección de Cosmatos, plagada de recursos visuales brillantes y una gestión del tempo que exprime las emociones en el detenimiento de los personajes y las situaciones; la incendiada fotografía que propone Benjamin Loeb, evocadora de aquellos álbumes de cromos del universo de los años 80, entintada de magentas y amarillos envolventes que se convierten en rosas lisérgicos y azules espectrales cuando Jeremiah Sand y su secta raptan a Mandy y la drogan; y por último la banda sonora de Jóhann Jóhannsson (La llegada, Blade Runner 2049), que dota al conjunto de una profundidad emocional, una levedad sensorial y una vibración ancestral que prometen la apertura de las grandes puertas del cine fantástico y las mieles de los misterios de sus entrañas. Posee la fascinación visual de Blade Runner 2049, pero sin su acartonada sensación de catedral intachable y lejana, codea sus influjos tóxicos con los de la pandilla lynchiana de Blue Velvet (Dennis Hopper no es remotamente superado por Linus Roache, sin embargo) o de Animal Kingdom (David Michôd), y tiene algo del misticismo sangriento de Only God Forgives (Nicolas Winding Refn), aquí en sintonía con la serie B. Mención a parte merece la interpretación de Nicolas Cage en esta primera parte. Fulmina, con cada gesto, a ese otro actor que habita en él cuyas caras son siempre una mala versión de sí mismo. En la primera mitad de Mandy, Cage apuntala la película con una carga de autenticidad que obliga a rendirse ante ella.
Una escena en plano fijo marca el ecuador: Red, el personaje de Cage, toma una botella de vodka que traga a bocanadas mientras aquel dolor interno, impronunciable, dela pérdida se convierte en explosión de rabia y por último en toma de conciencia: es el momento de pasar a la acción y perpetrar la venganza. En algún momento de la escena los gritos dejan de ser desconsolados para sonar desconsolados, voluntariamente enajenados se podría decir, estableciendo una distancia emocional que busca oscilar el drama oscuro y espeso hacia el pellizco cómico, de humor negro tangente al absurdo que desata el film de acción crepuscular, tono que se mantendrá hasta el final. La risa es un conocido mecanismo de compensación en el cine de terror, un elemento de catarsis, asimilación, incluso éxtasis nervioso del inconsciente. A excepción de alguno, los gags de diálogo y puesta en escena que se suceden en Mandy en la segunda mitad parecen desactivar toda verdad conseguida en sus inicios. No liberan tensión, más bien la introducen colocando la película en la órbita del gore autoconsciente, complaciente con su público, desligado del tono que la propia película ha sabido crear, pero no como expresión orgánica, limítrofe derivada de la trama, más bien como devoto homenaje referencial a un tipo de cine de acción que, insertado en el conjunto, carece de la gracia original y se convierte en un apéndice superficial, con una violencia que se desustancia y se trivializa dando incluso la sensación de que todo era una excusa para llegar hasta aquí: el hombre iracundo que propina muertes cada vez más apoteósicas a sus rivales —los cuales, por cierto, resultan irrisoriamente fáciles de matar—.
Así las cosas, la cinta de Cosmatos es, de manera concomitante, una decepción y un tremendo hallazgo. Una película cuyo influjo no es descartable a pesar de su esquizofrenia interna que trastoca sus delicias en chucherías de saldo, pero que posee la fuerza de esos trabajos que no sólo son exploradores de caminos visuales arrolladores sino que guardan y descifran a un tiempo un secreto más allá de la trama y la película, una vibración de lo oculto que trasciende la descripción de sus elementos.
Tras Mandy, en el Prado se proyecta La hora del lobo (1968) de Ingmar Bergman, éste sin duda, cineasta de culto que abordó el cine fantástico desde la neurosis emocional. Sin llegar a los dominios cinematográficos de Persona, La hora del lobo deja algunas imágenes para la memoria (el personaje celoso que se sube, literalmente, por las paredes), otras algo horadadas por el paso del tiempo, quizás ya lo estaban en su día.
Me pregunto qué películas de las que venimos viendo en los últimos años en Sitges o en esta misma edición se convertirán en fenómenos fílmicos, esa clase de títulos que se hace necesario ver y compartir, cintas que hoy llamamos de culto y que el propio festival revisitará dentro de cincuenta años, allá por 2058.
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