La temática del reconocimiento de gobiernos, al menos en nuestras latitudes (continente americano), ha concitado el interés de profanos y letrados, debido a que a pesar de que aparenta constituir una figura del derecho internacional de factible solución, en la práctica reniega de la aplicación de una normativa uniforme, toda vez que los gobiernos suelen estar más influenciados por razones políticas, que jurídicas al momento de otorgar o retirar su reconocimiento. La realidad anterior ha provocado la aparición de un cumulo de doctrinas, conforme a los vaivenes de los órdenes nacional e internacional, que envuelven a los diferentes Estados americanos.
A objeto de familiarizar al lector con el fenómeno, procedemos a enunciar y comentar las principales doctrinas sobre reconocimiento de gobiernos, de suerte tal, que se puedan hacer una idea de la naturaleza, aplicación e incluso extrapolación al caso más sonado de hoy en la región; como lo es, el del reconocimiento del gobierno de Nicolás Maduro en Venezuela, en momentos en que se producen cambios de gobiernos en la región y en nuestro país.
Iniciamos definiendo el Reconocimiento de gobierno, como un acto unilateral y discrecional de voluntad de un gobierno mediante el cual se reconoce que un determinado conjunto organizado de personas, es el gobierno de un Estado, ejerza o no ese conjunto el poder efectivo en el territorio del Estado, y tiene la condición de representante legítimo (jurídico), del Estado, respecto al Estado que reconoce. El mismo se puede llevar a cabo de forma expresa (declaración escrita o verbal) o tacita (relaciones diplomáticas, recibimiento de jefe de gobierno, conclusión de tratados). Con efectos de iure (admite que cumple con todos los requerimientos) o de facto (con reservas). A pesar de lo laxo de la definición, en realidad existen mínimos para que un gobierno merezca ser reconocido, entre ellos que el mismo ejerza efectivo control de todo el territorio y que cuente con la aceptación de una parte significativa de la población.
Aunque normalmente se presume que el reconocimiento de un Estado lleva implícito el reconocimiento de su gobierno, no obstante, el reconocimiento del último puede llegar hacer necesario, cuando este haya cambiado de forma contraria al ordenamiento constitucional vigente, es decir que no haya accedido al poder de acuerdo al procedimiento jurídico pautado en el derecho interno; situación que obliga a determinar si sus representantes son competentes para representar al Estado en sus relaciones internacionales. Para enfrentar dicha problemática los gobiernos americanos han esgrimido la aplicación de diferentes doctrinas de reconocimiento, sin embargo, a pesar de la existencia de doctrinas sobre reconocimiento de gobiernos tales como: Larreta (1944) y Bethancourt (1959/64), lo cierto es que estas son derivaciones de las principales doctrinas americanas sobre el particular, a saber: la Doctrina Jefferson (1792), Tobar (1907), Wilson (1913,) y Estrada (1930).
La primera fue promulgada por Thomas Jefferson, entonces Secretario de Estado de Estados Unidos y declara que: “cualquier nación puede gobernarse en la forma que le plazca, y cambiar esa forma a su propia voluntad; y puede llevar sus negocios con naciones extranjeras”. De la declaración en cuestión se infiere que los Estados Unidos, no determinará el establecimiento de sus relaciones con el resto de los Estados en función de la génesis de sus gobiernos; empero, con el correr de los años, dicha doctrina sufrió diferentes corolarios, como el que dichos gobiernos tenían que demostrar que eran aceptados por sus súbditos y el que se debían comprometer a cumplir con los compromisos de sus predecesores; en otros términos, en la práctica termino imponiendo condiciones para el reconocimiento.
Le sigue la esbozada por el Canciller ecuatoriano Carlos Tobar o Doctrina Tobar, misma que pregona el “no reconocimiento de los gobiernos de hecho surgidos de las revoluciones contra la Constitución”. Como es evidente, esta es la primera doctrina que establece el no reconocimiento a los gobiernos de facto surgidos de golpes de estado o revoluciones. La misma fortalece el principio de la legitimidad democrática, toda vez que condiciona el reconocimiento de los gobiernos surgidos por un acto de fuerza, hasta tanto “la representación del pueblo libremente electa no haya organizado el país en forma constitucional”.
A continuación, como consecuencia de cambios bruscos de gobiernos en México, el presidente estadounidense Woodrow Wilson, rescatando la Doctrina Tobar, se negó a reconocer los gobiernos mexicanos surgidos por la fuerza, y desde 1913 hasta 1931, los Estados Unidos, no reconocieron ningún gobierno de facto en sus relaciones con sus contrapartes latinoamericanas. En respuesta a tal situación, Genaro Estrada Félix, Secretario de Relaciones Exteriores de México, esboza la Doctrina Estrada en base a la cual “el gobierno mexicano solo se limita a mantener o retirar, cuando lo crea procedente, a sus agentes diplomáticos, sin calificar precipitadamente, ni a posteriori, el derecho de las naciones para aceptar, mantener o sustituir a sus gobiernos o autoridades”.
La misma surge ante la disyuntiva de reconocer o desconocer los nuevos gobiernos que en esa época llegaron al poder en América del Sur, no precisamente por la vía democrática y ante la encrucijada de alinearse con Washington, no reconociendo los gobiernos promovidos mediante golpes militares, lo que equivalía a negar la génesis de gobiernos mexicanos pretéritos, surgidos de la misma forma o reconocerlos al margen de su origen. Con el dilema enfrente, de forma dúctil, Estrada decide asistirse del principio de no intervención, para justificar una doctrina de reconocimiento de gobiernos, que en la práctica política externa mexicana, terminaba reconociendo gobiernos en las antípodas, toda vez que al decidir mantenerse a la expectativa, terminaba reconociendo a quien se supone no debía reconocer (gobierno de facto), o a contrario sensu, cuando aparentando una actitud supuestamente expectante, reconocía a quien gozaba de legitimidad democrática. En realidad no era para menos, pues la misma, en su aplicación práctica, obliga al gobierno que la asume, a capitular pues está obligado a esperar que otros gobiernos reconozcan al nuevo gobierno del otro país y a quedar inmovilizado cuando por afinidad política desea reconocer a un partner y la doctrina se lo impide, pero termina reconociendo a regañadientes a otro gobierno, que no es de su agrado.
Ejemplo fehaciente de dicha conducta dubitativa, fue cuando en ocasión de correcto proceder, pero riñendo con la doctrina, de manera expresa reconoció el régimen republicano español y rehusó reconocer el régimen de Franco. Tiempo después, a pesar de que oficialmente, México proclamaba tal doctrina en la práctica adjuro de ella entre 1945 y 1947 respecto a los cambios de gobierno en Argentina, Venezuela, Haití, Bolivia y Uruguay; al tiempo que empleó el no reconocimiento como arma contra el gobierno nicaragüense de Benjamín Lacayo Sacasa.
A la postre sus limitaciones como antítesis de la Doctrina Tobar y coraza para blindar gobiernos dictatoriales se extinguen cuando Jorge Castañedas, Secretario de Relaciones Exteriores de Vicente Fox, cuestiona abiertamente al régimen cubano por su violación de los derechos humanos, hasta terminar siendo defenestrada, en ocasión del golpe de Estado de Honduras contra Manuel Zelaya en 2009, cuando el gobierno mejicano se vio obligado a escoger entre la Doctrina Estrada y la Carta Democrática, que prevé la suspensión del país que interrumpa el orden constitucional democrático. Ante ello, en contra de la actitud expectante y de supuesta no intervención, en la que se enmascara la doctrina Estrada, se decantó sin titubeos por la Carta Democrática, cuando no solo se limitó a la simple condena del golpe de Estado, sino que invitó al presidente depuesto, Manuel Zelaya, en su calidad de jefe de Estado a México. Recientemente, en diciembre de 2018, a contra corriente de la doctrina Estrada, el gobierno de Enrique Peña Nieto, reconoció, casi de inmediato a Juan Hernández, como presidente electo de Honduras, pese a que la propia OEA había propuesto nuevas votaciones para despejar acusaciones de fraude.
A pesar de la inconsistencia en la aplicación de la Doctrina Estrada por parte del país que la promueve, que no ha hecho de ella una práctica reiterada e interrumpida en tiempo considerable, ni que tampoco es consentida por todos los Estados; razón por la cual, la misma nunca ha llegado a ser parte del derecho de costumbre internacional y por tanto fuente creadora de derecho internacional; no es de extrañar que para apuntalar los gobiernos antidemocráticos de la región, con el infundio de la defensa del principio de no intervención, el gobierno de Andrés M. López O, la retome y así justifique el retiro de México del Grupo de Lima, y reconocer al ilegitimo gobierno de Nicolás Maduro, quien se mantiene en el poder en Venezuela a pesar de la violación de los derechos humanos que evidencia cuando reprime a su pueblo tan solo por convocar manifestaciones pacíficas, publicar artículos críticos del gobierno, reunirse o asociarse; mantener presos políticos, ser intolerante con los disidentes, prohibir auténticos partidos de oposición, atentar contra la libertad de expresión y prensa, utilizar bandas paramilitares para reprimir e imponer el terror, controlar descaradamente el legislativo, judicial y del ente electoral y cambiar intempestivamente en las reglas del juego democrático.
La señal para conjeturar, que AMLO se atrincherara en la insolvente doctrina Estrada para apoyar la permanencia sin límite de tiempo en el poder, a gobiernos antidemocráticos en América Latina como la dictadura cubana, los Ortega, Morales y Maduro, se infiere de la invitación que en abierta contradicción con el Grupo de Lima hizo al último, a su toma de posesión.
Esperemos que conductas similares no terminen siendo imitadas por el nuevo gobierno de Panamá, pues sería un tosco ejemplo de reivindicación soberana, ya que quedaría en evidencia que al decantarse por el hecho (Doctrina Estrada), y desechar el derecho (Carta Democrática Interamericana), su objetivo real, no es otro que fortificar gobiernos que distan del nuestro en el respeto a los derechos humanos.
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