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Cuando no hay espacio para más y aun así… nos apretamos

Es realmente emotivo, y posiblemente recuerdes durante años la mirada del perro cuando le pusiste la correa
Violeta Sánchez Pintado
jueves, 22 de noviembre de 2018, 08:37 h (CET)

Es curioso cómo el abandono de animales está a la orden del día en nuestro país y, sin embargo, a la inmensa mayoría de la sociedad le resulta algo ajeno, remoto. “Yo nunca lo haría, yo no tengo perro, las protectoras se encargan de ellos…” hasta que un día, a ti, a esa persona maravillosamente alejada a estos dramas que inundan facebook, te toca.

Te has encontrado un perro (¡bingo, te tocó!) o quizá viste que pedían ayuda desesperadamente para sacarlo de la calle. Todos sabemos lo que ocurre en las perreras así que ya te encuentras frente a las cuestiones “lo recojo y pido ayuda”/”se lo lleva la perrera y lo sacrifican”, a lo que mentalmente añadirás un “por mi culpa” (porque no actué o porque yo mismo la llamé). ¡Enhorabuena! Te has convertido en rescatador/a. Le llevas a un veterinario, para que busquen a su dueño, porque claro, seguro que alguien le estará buscando llorando por cada esquina. Pues no. No lleva chip. Vale, que no cunda el pánico: llamas a todas las protectoras del planeta y te inventas alguna nueva por si acaso, que seguro que se encargan de él. ¡Pues no! Todas están llenas y te agradecen enormemente tu labor. Le has salvado la vida al perro, te dicen.


¡Qué bonito! Es realmente emotivo, y posiblemente recuerdes durante años la mirada del perro cuando le pusiste la correa y supo que ya no estaba más solo. Pero… ¿ahora qué?


¡Bienvenido al mundo de los particulares que, con un toque de bondad y otro mayor de insensatez, ha acogido a un perro sin habérselo propuesto! Y es que ahora, esa vida apagada, que pende de un hilo, depende de ti y sólo de ti. Lava a un perro grande y mugriento, quita pulgas, garrapatas (según lo grave que esté, te lo pondrá más o menos fácil). Compra corriendo mil utensilios, juguetes, camas, comida… en tiempo récord. Llévale al veterinario porque está en los huesos, descubre que tiene alguna enfermedad que tratar y conviértete en el todopoderoso mezclador de pastillas con paté. Tienen que pincharle, así que sufre con él. Lleva ya unas semanas en casa, así que, inevitablemente, el chucho mugriento y callejero empieza a confiar en ti y a demostrarte afecto… y tú a él. ¡Peligro! Hay amor a la vista, así que es evidente que tienes que difundir su caso a toda costa para que encuentre una familia de verdad que le quiera y le de todo el tiempo y espacio que tú no puedes (no, no es un elefante, pero tú ya tenías otro tipo de animales en casa y no te apetece ver una pelea de la mafia siciliana en medio del comedor).


¡Pero si es el perro más guapo del mundo! ¡Y es todo amor! A estas alturas, crees que es el perro ideal, así que te preparas para el aluvión de adoptantes que se matarán por él. Ah… pues no. Que es mestizo (¡oh, pero de una buena raza, eh!) y ya no es un cachorro… (¡qué escándalo, si con un año a ti te parece un bebé de pañal!). Y claro, mientras esperas a todos esos fantásticos personajes imaginarios que aporrearán la puerta de tu casa de un momento a otro con carteles con su foto, algo tienes que hacer para seguir ayudándole. Toca ponerle chip, no vaya a ser que al final la multa te la lleves tú. Esterilizarlo, que las perritas lo trastornan cada vez que sale a la calle (qué le vamos a hacer, son todas muy guapas y él es un conquistador inexperto y un tanto desesperado). Vaya, es mucho gasto de dinero, sí. Pero tranquilo, ya lo recuperarás, y piensas que lo haces por ti, para hacerte a ti mismo más llevadera la convivencia con aquel chucho mugriento, ese que ya responde a su nombre, ese que te recibe con abrazos cada vez que te ve, ese con el que juegas en tus miserables veinte minutos libres porque te apetece más que ver la tele.


Y sigues esperando. Mientras, las protectoras de la ciudad te lo siguen difundiendo; vas a las jornadas de adopción, te cuelgas carteles del cuello como si buscases nuevos miembros para tu particular secta del amigo peludo, lo publicas en las redes sociales de mil lugares. ¡Por fin! Se interesan por tu amigo desde la otra punta de España, pero han pasado ya dos meses desde que aquel mugriento animalillo aterrizó en tu casa y te lo llevas a la China en patinete si es necesario con tal de que sea feliz del todo y tú puedas descansar de una vez y recuperar tu vida normal. Te emocionas, te ilusionas, te asustas. Lloras de alegría y de tristeza porque se va, pero quieres con todas tus fuerzas que se largue de una vez a ver la tele con una familia, que deje de dormir en una galería solo. Y ¡sorpresa! Que mejor no, que al final como diría La Vecina Rubia, están muy ocupados lavando a su pez. Vuelta a empezar, pero con una sonrisa, porque lo bueno se hace esperar, y tras tanto veterinario, educadora, mimos, cabreos, tiempo, dinero… Su familia llegará algún día. Y si no llega, siempre te queda darte cabezazos contra la pared en un psiquiátrico gritando repetidamente “¡¿por qué tuve que coger a ese maldito perro?!” y seguidamente acompañarlo de un “¡¿por qué narices consigue que le quiera tanto?!”


Difícil la vida del rescatista espontáneo ¿eh? Haberlos los hay, aunque no estén en su sano juicio. Quizá este artículo no te ha alentado mucho a tal hazaña, así que mejor decirte que se trata de una historia verídica, como tantas, sí, pero esta tiene un dueño llamado Balto. Tranquilo, toda la faena y estrés anteriores ya han acabado, ahora solo queda lo bueno: compartir tu sofá con él para que te llene de babas mientras ves tu película favorita el domingo por la noche. O quizá hagas zapping con él. O puede que no veas nada porque él decida que es más guapo y se plante delante de la tele, quien sabe. Pero si quieres descubrirlo, Balto te espera al otro lado del 669 44 62 64. 

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