Soy de aquellas personas incapaces de intentar entonar bien una canción, de recordar una letra y, mucho menos, de entonar una melodía con acompañamiento musical o simplemente a capela sin que el resultado sea un fracaso descorazonador. Dicho lo cual, también he de decir que me gusta escuchar música, que disfruto deleitándome con los grandes compositores clásicos y algunos de los modernos, sin que mis nulas facultades para el canto sean impedimento alguno para que me considere un aspirante a melómano. No obstante, no soy de aquellos que gusta de cantar mientras se está duchando o que intenta, aunque sea en privado, lanzar algunas notas perdidas al aire. Pero sí hay algo que, sin darme cuenta, suelo hacer con bastante frecuencia, especialmente cuando me encuentro ante un problema, una situación desagradable o en un momento de gran tensión, que me sirve de relajación y que me ayuda a rebajar el nerviosismo y conservar la serenidad. Se trata, señores, del canturreo, de este tarareo por los bajines de algunas notas de una canción, una música conocida o de un estribillo lo suficientemente popular para conseguir retenerlo en la memoria.
También debo confesar que, cuando se produce este pequeño alarde musical íntimo, suele tener la particularidad de que, aquellas pocas notas musicales suelen acompañarme, persistentes e incluso irritantes, durante varias horas o incluso días, a pesar de los esfuerzos que suelo hacer para olvidarme de ellas. Evidentemente, en líneas generales, suelen ser fragmentos de obras conocidas, incluso de óperas o sinfonías de grandes maestros que, al tener la particularidad de ser murmuradas, en voz baja y para un uso que se podría denominar como “ exclusivo para el emisor”, no tienen por qué afectar a ninguna otra persona que, de esta manera, se libra de la tortura de verse obligado a escuchar disonancias, dodecafonías involuntarias o los inoportunos “gallos”, terror de cualquier cantante profesional que se precie.
Normalmente surgen espontáneamente, sin que para nada intervenga la voluntad del canturreador, algo que se podría definir como fruto del inconsciente, seguramente utilizado como recurso de alguna parte del hipotálamo para paliar, sin ser conscientes de ello, un estado de estrés capaz de poner en apuros la sensatez y la salud mental de cualquier criatura humana. Les puedo asegurar, al menos por lo que respeta a mí, que se trata de un recurso muy eficaz, inofensivo, barato y poco exigente, ya que puede ser practicado tanto por los grandes genios de la música como por personas tan poco expertas como yo, como antídoto contra las dificultades cotidianas por las que todos nos vemos obligados a pasar. Sin embargo, puede resultar embarazoso si alguna persona de tu entorno se apercibe que estás murmurando solo, musitando palabras ininteligibles capaces de preocupar a quien lo que ve es un signo inequívoco de los primeros síntomas de demencia senil.
Claro que, en estos días en los que se producen situaciones capaces de alterar la paz, la tranquilidad o el sosiego de los ciudadanos, en ocasiones, se podría confundir esta práctica del sisear melodías en voz baja con algunos susurros de desaprobación que, muchos ciudadanos que guardan sus quejas o reprobaciones para sí mismos y que, cuando van por las calles para cumplir con sus quehaceres diarios van recitando, en voz apenas audible, los calificativos que les merecen aquellos que tienen poder, normalmente políticos y gobernantes que, con sus decisiones, inventos, ocurrencias o meteduras de pata, han hecho que aquel proyecto que tenía en mente, aquellas vacaciones tan minuciosamente programadas o aquella compensación que le habían prometido, quedaran en agua de borrajas. Evidentemente, no tienen el mismo poder sedante, tranquilizador y neutralizante del estrés, como el canturreo al que me he venido refiriendo, pero no hay duda que pueden llegar a ser una forma eficaz para ir desprendiéndose de la “mala bilis”, esta sensación de rabia interna que se apodera de aquellos ciudadanos que se consideran objeto de una injusticia, mediante el sistema de ir descargando la “mala uva” que se va acumulando en el interior de nuestro ser, mediante aquellos insultos, deprecaciones de justicia divina, deseos maliciosos de malos farios para ciertas personas o, incluso, recuerdos “efusivos” para todos los familiares de quienes ocupan un lugar destacado entre los destinatarios de todos aquellas, apenas susurradas, maldiciones.
Creemos fervientemente que, si España ha conseguido sobrevivir a tantas revoluciones; si nuestros colegas, los ciudadanos de a pie, no se decidieron a echar por el camino más recto para pedir que algunos de los que nos gobiernan dejaran sus enchufes públicos, echándolos a patadas de ellos y si, todavía, gozamos de una cierta paz y tranquilidad a pesar de los esfuerzos de quienes siguen empeñados en cambiar la democracia por una dictadura es, créanme ustedes, porque la ciudadanía ha aprendido a rebajar la presión que pesa sobre ellos por la incompetencia de muchos gobernantes, precisamente gracias a que consiguen rebajar las tensiones sicológicas que pesan sobre cada uno de ellos, mediante el simple método de ir expulsando, por el método de despotricar a diestro y siniestro por el sistema de la murmuración de baja intensidad, aquella que sólo se puede percibir acercando el oído a los labios, pero que a cualquiera que pasara al lado del murmurador sólo le parecería que se trata de un pobre enajenado que va diciendo incoherencias sin sentido alguno; por medio de la descarga de las pasiones que, en caso contrario, nos llevarían a cometer las locuras más absurdas.
O así es como, señores, por una vez y sin que sirva de precedente, me he permitido desvelarles un sistema muy simple y económico por medio del cual, en tiempos de grandes cambios políticos y de inestabilidad social, los que pensamos que el país no puede seguir dando bandazos y que es preciso que la gente entre en razón para que el desmadre general no siga invadiendo la vida de los españoles, vamos consiguiendo ir superando, día a día, aquellos escollos, retos y dificultades que la vida nos va ofreciendo con rara insistencia y tozudez; evitando estallar y convertirnos en verdaderos emisarios del Averno, al perder todo control sobre nuestros impulsos internos. Gracias a esto España sigue en manos de quienes no tienen capacidad para llevarnos a buen puerto.
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