Creo que a casi todos los que ya hemos dejado atrás la posibilidad de cumplir los cuarenta, nos chocó el surgimiento de las redes sociales.
En ese momento, muchos, entre los que me incluyo, éramos muy jóvenes y ya teníamos redes sociales a los que llamábamos “amigos” así que nos permitimos la soberbia de despreciar aquello que considerábamos un lugar menor para relacionarnos con otros seres humanos.
Pero como el tiempo es el mayor enemigo de la soberbia, con los años la mayoría de aquellos jóvenes que hoy somos adultos, pasamos parte de nuestras vidas en esos mismos lugares virtuales que en su día intentamos ridiculizar. Y es ahí, entre Twitter e Instagram, donde me he dado cuenta de que las redes sociales además de ser una herramienta para compartir información, se han convertido en un lugar donde colectivizar las emociones que no somos capaces de digerir.
La mayoría de seres humanos no sabemos gestionar bien nuestras emociones negativas. Están ahí, las sentimos, a veces las esquivamos, otras las tapamos, nos drogamos para no sentirlas, las aplacamos comportándonos de mil formas compulsivas que nos hacen daño, intentamos no mirarlas…hacemos de todo menos integrarlas bien y ellas siguen en nosotros mandándonos avisos de que necesitan contarnos algo.
Así que cuando gritan demasiado fuerte y ya no podemos soportarlas más, abrimos la aplicación de Twitter enfadados y buscamos cualquier excusa para soltárselas a los que por allí estén en ese momento para que se las lleven bien lejos y se encarguen de hacer algo con ellas.
Pero el enfado, la ira y el odio no nos sirven de nada. Salimos de Internet aún más frustrados y enfadados porque Internet no son los padres. No podemos pretender el resto del mundo venga corriendo a encargarse de gestionar nuestros berrinches como si fuésemos niños pequeños que llaman a gritos a papá y a mamá para que vengan a solucionar el hecho de que al mundo no le dé la gana de comportarse como nosotros queremos que lo haga.
Colectivizamos las emociones en vez de intentar compartirlas porque, en parte, aún somos unos niños egoístas. Mi tristeza es mía. Es una parte de mí que no puedo ir dejando por ahí desperdigada a la espera de que alguien la adopte y se la lleve para siempre. No sería justo teniendo en cuenta que probablemente se la quiera entregar a alguien que por momentos no tiene ni idea de cómo gestionar la suya propia para que no le invada.
Mi tristeza es intransferible, pero la puedo compartir. Puedo mostrarla y pedir que me la cuiden, que la besen o que la acaricien, ayudándome así a sentirme mejor.
Toda esta confusión sobre las emociones viene de un error de aprendizaje. Cuando éramos niños no entendíamos bien las situaciones. Nuestros padres nunca pudieron curarnos las heridas, lo único que hacían eran ponerle un poco de Betadine y abrazarnos para consolarnos mientras las pupas se iban curando ellas solas.
Me gusta muchísimo poder hablar con otras personas en mis redes sociales. Si me ven por allí, por favor, no me entreguen su enfado, es muy probable que yo ese día esté intentando respirar un poco del ahogo de mi tristeza o esté escapándome un rato de mi miedo.
Pero si necesitan unas gotas de Betadine, no duden en pedírmelo, voy por la vida con un cargamento enorme y estaré encantada de compartirlo con ustedes tantas veces como lo necesiten.
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