Vivimos unos tiempos de vacía “hipercomunicación”, proceso este en el que, por doquier, los interlocutores se intercambian un ingente número de palabras sin tener por objeto dicho intercambio alguna finalidad bien definida. Todo consistiría en un ritual en el que a la enunciación, por lo general demagógica, del interlocutor 1 sigue (cuando no se solapa) la igualmente demagógica enunciación del interlocutor 2, si bien, en puridad, los agentes implicados en el lingüístico intercambio no son tales interlocutores porque no tienen la intención de cooperar con el otro en aras de lograr una comunicación mínimamente eficaz, más bien son alimañas que buscan meramente pasear su desmedido narcisismo por el universo mediático utilizando y rentabilizando discursillos de ocasión que solo pretenden anegar aquel que despliega el oponente en el chapapote de la grotesca difamación.
Las redes sociales (y demás entretenimientos tecnológicos) no ayudan a una comunicación real ni a afrontar la vida vívidamente, sino de modo virtual, y hacen ingresar al más pintado en un universo paralelo que solo lo mantiene conectado con el mundo real de manera ficticia y superficial. Aun más, cuando una persona abandona las mencionadas virtuales conexiones tras un dilatado periodo temporal, ya atracado nuevamente en la vida analógica, está como desconcertado, preso de un “jet lag” mental que entorpece su periplo por el mundo de los vivos, pues la incursión en esa pixelada neo-realidad adormece nuestros sentidos de algún modo. La tecnología ha borrado muchos flancos de la otrora nítida frontera entre la vida adulta y la infancia. Todos infantiles dando “likes” a las perecederas consignas de los referentes de ocasión, en vez de emplear tales medios de manera realmente eficaz.
Todo sujeto lleva en sus adentros un tirano retenido por ciertas convenciones sociales y determinadas circunstancias vitales que, al fin, son las que impiden que cada cual se lleve el ascua a su sardina, pero no que unos y otros emprendan menos “incivilizadas” vías conducentes a la imposición de su criterio o punto de vista. Tal cosa adquiere ciertos tintes de narcisista futilidad, pues los actuales tiempos se caracterizan por una trivialización ambiente que soterra lo acuciante. Por más que los más, sobre todo esos conocidos como líderes de opinión, traten de hacerse acreedores de la representatividad de un cuantioso número de adláteres, su intención no será fraternal sino muy egoísta, pues es el ego el que incita a estos espabilados cuya subsistencia quiere fundarse en la más barata demagogia, que se quiere excitadora de los ánimos de las gentes cuyas circunstancias puedan ser desesperadas, haciéndoles caer en las garras de esta deleznable estirpe de charlatanes.
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