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Aquiescencia

Cuando el humo ciega los ojos
Francisco J. Caparrós
martes, 5 de febrero de 2019, 08:52 h (CET)

Nadie que tenga mi edad, o la supere claro está, puede haber olvidado aquel estribillo que hizo famosa a una de nuestras grandes señoras de la interpretación. Fumar es un placer, entonaba cigarro puro en ristre y con voz sugerente María Antonia Abad Fernández, mundialmente conocida por el nombre artístico de Sara Montiel.


Un placer que mata, obviamente, y desde que prohibieron su consumo en lugares públicos y cerrados también una magnífica excusa para escaquearse a gusto de nuestras labores en la oficina. Licencia ésta, que los fumadores suelen tomarse a discreción y que parece contar con el beneplácito de los jefes. Por el contrario, si te excedes un minuto de tu hora del almuerzo estipulada por convenio, se te cae encima la del pulpo. Y si además de eso resulta que somos mínimamente serios y responsables, qué importa si el retraso es de media hora o de solamente un minuto, al final siempre nos queda la cara de tonto y aquel característico y resabiado mal sabor de boca que no nos abandona en toda la jornada.


Ahora bien, si argumentas que necesitas salir de la instalación en la que trabajas para mirar de tener a raya un hábito como el fumar, resulta que cuentas con todos los parabienes y más del responsable del área. Por eso, cuando vemos pasar a nuestros compañeros fumadores camino del exterior varias veces al día con la excusa de fumar un pitillo, empezamos a lucubrar si verdaderamente te han tomado por tonto, por carne de cañón o, simple y llanamente, por el chivo expiatorio que precisa toda empresa para justificar los imponderables del día a día.


A resultas de todo ello, se nos pasan por la cabeza demasiadas cosas, la mayoría sandeces que sin el calentón del momento no nos atreveríamos a compartir prácticamente con nadie, como volver a fumar para dejar así de sentirnos damnificados por un agravio comparativo que solapa nuestra razón. De ahí la majadera y en absoluto práctica idea de amenazar a nuestro jefe con retomar ese vicio nocivo, después de seis lustros de haber conseguido dejarlo con denodado esfuerzo y tesón, como ha sido así en el caso de muchos. Porque, para ser franco, pienso que es preferible un desaire del jefe que volver a bregar con un hábito insano como el tabaco, del que seguro nos iba a resultar extremadamente complicado deshabituarnos de nuevo. Peor están ellos, los fumadores, a quienes no debemos recriminar su actitud poco solidaria sino más bien sentir lástima, cual res camino del matadero.

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Corría el mes de abril de 1994 cuando un grupo de malagueños celebramos la Semana Santa en el lejano cantón Valais de Suiza. Por aquellos tiempos dedicaba buena parte de mi tiempo a transmitir, en la medida de mis posibilidades, el Evangelio. Estaba totalmente involucrado en las tareas de evangelización del Cursillo de Cristiandad. Una tarea gestionada por seglares.

Al referirnos a las expresiones del habla cotidiana, las quejas son las principales protagonistas. Independientemente de cómo se exprese cada cual, somos muy perspicaces en la crítica dirigida a los demás y poco propensos al examen del escaparate propio. Sin embargo, no es tan sencillo pronunciarse al respecto, debido a las imprecisiones propias, las tretas ajenas y los muchos factores implicados.

Los que desde muy pronto y ya sin interrupción hemos tenido un contacto frecuente con los libros sentimos cierta incomodidad al oír consejos y expresiones como “leer es bueno”, “un libro es un amigo” o “lee lo que quieras, pero lee”. Es como si alguien dijera: “¡viva la comida!, da igual qué comas, lo importante es que comas”, o “beber es vivir, sea lo que sea que bebas, bebe”.

 
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