En Billy Elliot hay un momento particularmente emotivo en que el protagonista le enseña a su profesora de ballet una carta que le escribió su madre antes de morir. Tras leerla, con la intención de acariciarle con las palabras, la maestra le dice al chico: “Debió de ser una mujer muy especial”. Pero Billy responde tranquilamente: “No. Solo era mi madre”. Solo eso. Hay en esa afirmación más hondura de la que parece. Para empezar, no se cae en la ñoñería de creer que todo el mundo es especial.
Todas las vidas son valiosas, por supuesto, pero no todas valen lo mismo. La mía, sin ir más lejos, vale mucho menos que la de Nelson Mandela, o que la de Malala Yousafzai, o que la del Cholo Simeone. Es un tópico pernicioso, creo yo, ese de que todos somos igual de importantes. No, claro que no. Poco o nada quedará de la gran mayoría de nosotros cuando hayamos muerto. Nos iremos sin más, sin declaraciones de famosos ni capillas ardientes ni titulares en la prensa rosa. Nos recordarán aquellos que nos amaron, como Billy recuerda a su madre, quedaremos en la memoria de cuantos nos sintieron en su vida, pero, después, nos disolveremos en el tiempo como la sal en el mar, sin un suspiro que recuerde que un día hollamos la tierra. No somos otra cosa que el fruto de una concatenación de azares; “el éxito de todos los fracasos, la enloquecida fuerza del desaliento”, decía Ángel González.
Entretanto, seguimos en pie, sin otro afán que ser, como en las tragedias griegas, el héroe que resiste con dignidad los azotes del azar. Y procuramos pasarlo bien. Para que un día, cuando no quede otra, podemos despedirnos diciendo: “ahí queda eso”. Y que vengan a quitarnos lo bailado.
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