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Las otras naciones

​Los animales no nacen para ser comidos por el humano: existe el veganismo, que es más sano, para los individuos y para los recursos de la tierra
Ángel Padilla
lunes, 18 de febrero de 2019, 22:23 h (CET)

Que esta tierra es un infierno, no es nada nuevo. Pero decir que más lo es para los animales, hay mucha gente que todavía lo desconoce o, los más, no desean saberlo.


Necesario decir que todos somos animales, el humano lo es. Pero el antropocentrismo lo omite en su expresión diaria, para delimitar la diferencia que estima de importancia: el humano como superior “al resto de los animales” no humanos. Ya hay una palabra para esta fobia: especismo.

Naciones del aire, personas que vuelan porque tienen alas; naciones de la intratierra, personas que moran por debajo de nuestros pasos por todo el orbe, por allí y emergen también a veces por los ríos y pantanos, y desde el mar las naciones del agua. Billones de habitantes “de segunda” para el urbanita actual de cada país de todos los países del planeta Tierra, en este siglo XXI.

Esta civilización nuestra ha situado desde que se generó el concepto de propiedad, pero registrada en papel después de Gutenberg, a todo aquel animal que no sea como nosotros, o sea, especie humana, cualquier individuo que pertenezca a otra especie, está a merced del humano en todas las formas de uso, abuso, esclavitud y martirio. La moral social lo ampara, la legislación lo ampara.

Pero estos humos cambiantes llamados Época van variando de mirar en las multitudes, las multitudes marcan un nuevo paso y la ley se cambia, varia, breve o capitalmente. En el contexto de los derechos de los animales mucho se ha conseguido en las últimas décadas en materia legal; empero, nada en comparación con lo que realmente exigen en sus lenguas, que sí tienen voz, aunque hasta muchos de los que dicen defenderlos lo nieguen: piden libertad.

Al contrario de los otros aplastados por el concepto Época, que eran de nuestra especie, los humanos con otro color de piel, los humanos con otra sexualidad que no sea la meramente masculina, las otras naciones libres de corazón -nosotros ya no lo somos- no desean derechos entre nosotros, sino en su mundo. Desean El Derecho: el único importante: Ser libres. Que se les deje en paz. No ver al hombre. Ni a la mujer. Ni a sus hijos.

Qué será de los toros si dejan de torturarse en los ruedos, preguntan. Y me río. Qué será de los negros si los salvamos de los campos de algodón. Ya se supo: hay tierra para todos. Y nadie nace para ser lo que otro quiere que sea, si eso va contra su biología, necesidades y deseo.

Los animales no nacen para ser comidos por el humano: existe el veganismo, que es más sano, para los individuos y para los recursos de la tierra.

Los animales no nacen para hacer el payaso en circos, películas, cualquier escenario donde una multitud los ve lejos de lo que son haciendo de humanos: nacen para la dignidad de ser ellos, y sólo ellos.

Los animales no nacen para servirnos para nada, porque es vil, muy cruel. Si el humano en su andadura desde ese primer fuego y esas primeras viviendas más sofisticadas, comenzó a sentir el poder de poseer cosas, y de retener para mañana más cosas. Naciendo la obsesión, la obsesión que no sienten los animales en libertad. Esa obsesión enloquece desde la socialización e industrialización al humano, es obseso de poseer. Sitúa su importancia en cuánto tiene. Cuánto, no qué. Cantidad, no calidad. (Cantidad sería un rebaño de 20 vacas, calidad sería contemplar un amanecer.) Así se educa a los niños y así prosiguen las generaciones: con el cliché social de que somos los animales más inteligentes de la tierra.

Si atendemos a la afirmación del psiquiatra Francisco Alonso Fernández, que hace en su libro “El talento creador” cuando habla del concepto de la inteligencia: “La inteligencia consiste en distinguir lo fundamental de lo accesorio”, entonces el humano queda, en tanto a inteligencia, en clara desventaja frente a las otras especies. ¿Qué sería lo fundamental para alguien que vive en un planeta? Que el planeta esté sano. El humano lo está dinamitando a marchas forzadas día tras día, como en una misión de destrucción sin negociaciones, contaminar los mares, destruir todas las sedas más sutiles del alto aire que hacen la luz del sol dulce y nutricia para todos, tumbar cabeza a cabeza de cabellos de hojas todo árbol que compone el gran pulmón del que todos obtenemos el oxígeno. La cadena trófica, así, no existe en las urbes, el respeto a una continuidad sostenible ni se habla en las aulas, y si se habla no es para plantear, pedir a los alumnos, ideas para solucionar esta caída al vacío irreparable; se comenta como anécdota. Hoy todo es anécdota.

Se confunden las películas con los horrores que cuentan los telediarios. El urbanita está anestesiado. Como animal en zoo, que ya ha tornado loco y cree, cual cueva de Platón, que de barrotes para adentro es todo el universo, el humano cree, gracias a la propaganda sectaria del Sistema, que lo que desde nuestras jaulas en los pisos de las fincas vemos en la tele, y nos confirman nuestros vecinos, es todo lo que hay.

La esperanza está siempre en la evolución. En los libros quedó escrito, cuando la mujer no podía votar y se le impedía estudiar, que “las féminas, si leen, atrofian sus aparatos reproductores”. Hoy en todos los libros los jóvenes que crecen y crece su mirada del mundo, pueden leer que los animales están a nuestra merced, que son nuestros, propiedad. Y hasta que no venzamos, tumbemos, esa farsa, nada cambiará.

No podemos haber construido un mundo a costa de destruir el mundo más grande, el verdadero.

De la misma forma que los asfaltos asfixian la hierba, nuestra raíz, la verdad, nuestra anciana madre. Así el animal humano aplasta día a día en las más diversas formas a los otros individuos que son iguales en derecho a nosotros, porque la moral humana es cambiante epocalmente, y ya es hora, lo dice la sensibilidad social, y porque es toda la verdad, de que todos los animales, humanos y no humanos, sean considerados en iguales condiciones, esto es: que cada cual pueda vivir acorde a sus intereses naturales.

De lo contrario estamos cometiendo ad infinitum, un delito contra natura, una blasfemia contra lo más bello, la injusticia peor que el humano ha cometido desde que comenzó a vestirse: mantener desde su nacimiento a los billones de seres de las otras naciones encerrados de por vida, en jaulas, establos, naves industriales, hacinados sobre sus heces, en la oscuridad, en la miseria, maltratados por operarios sin empatía alguna, y asesinados, finalmente, en las maneras más cruentas posibles.

Las políticas hacen como que luchan por, pasándose el relevo, esa antorcha de fuego de papel pintado de rojo, que ni alumbra ni lucha, el pueblo. Pero ni luchan por el pueblo ni, por supuesto, por “El Pueblo”. El segundo pueblo que nombro es el de todos los seres que habitan esta tierra.

Las otras naciones se rigen solas. Que el humano decida acatar órdenes de amos y que otros que no conoce de nada les hagan las cuentas de las monedas de su casa, es su decisión particular.

Los otros billones de individuos de nuestro Gran Pueblo no desean nada de eso, y mucho menos Aquí. Debemos restaurar esta ignominia. Sólo dejando de ser carceleros podremos ser libres. Sólo viendo la recuperación de su libertad en otras y en otros, podremos hablar de derechos, luchar por ellos, ser dignos. Entre tanto, sólo seremos la continuidad amorfa de los habitantes de la cueva de Platón, que ya no son sólo locos que en las sombras de la oscuridad sitúan su mundo, sino que nos comemos las paredes, y unos a otros, y nunca, así, podremos ver el cielo.


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