La Justicia es más lenta que ciega. Lo es, sobre todo, porque cualquier ciudadano sensato, sintiéndose mínimamente agraviado en su amor propio, acude instintivamente a ella. Ciega, también, al menos desde mi particular punto de vista, si bien este postremo epíteto no sea el adjetivo más adecuado con el que calificarla de iure.
Que el buen Dios me ampare: todos tenemos el derecho a una defensa letrada, no seré yo quien exprese lo contrario, pero no me negarán ustedes que, al ritmo de trabajo que a la justicia se le exige, tiene que ser por fuerza irónicamente tarda; y es que la toga, no es el único anacronismo que se resiste a claudicar en los juzgados frente al paso del tiempo.
Presente en algunos juicios como he estado, la mayoría de ellos en calidad de observador, movido más bien por la curiosidad que otra cosa, la imagen que me he llevado de esos lugares es que son tan aburridos, o quizá más, como lo pueden ser todos aquellos que creen disfrutar de una seguridad funcionalmente séptica. Si bien, lo que más me ha llamado la atención es el esfuerzo de las partes, por demás inútil en la mayoría de los casos. En cualquier estado de derecho que se precie, las mínimas garantías de auxilio están suscritas constitucionalmente. En teoría, sólo en los países donde la democracia brilla por su ausencia se cometen abusos al amparo de una legalidad más que dudosa. Pero no es de eso que quiero hablar, sino de qué manera se pueden descargar los palacios de justicia de un trabajo para el cual, siento decirlo, ni jueces y menos aun procuradores están preparados para llevarlo a cabo.
La figura del mediador no es nueva, al menos en los países más avanzados de nuestro entorno. Con ella se logran derivar enfrentamientos que estaban abocados al arbitrio de un tercero. Disputas que podrían resolverse sin necesidad de profundizar urdiendo negativamente en los litigios ya iniciados o, solamente, en ciernes. Mediaciones, que liberarían a los funcionarios de justicia para ejercer en litigios verdaderamente irresolubles de cualquiera otra manera que frente a un juez. Si bien, para ello tendríamos que cambiar de manera de pensar, cosa nada fácil para aquel que cree estar en posesión de la verdad más absoluta.
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