Hace una semana, movido por no sé qué extraño afán de conocimiento, me propuse observar con dedicación de entomólogo la hijoputez. Pronto descubrí que no es fácil hallarla en estado puro, del mismo modo que el agua del grifo no es solo H2O, siempre tiene otros elementos, como sales minerales o caca variada. Me pareció, por tanto, más sencillo juntar trozos de vidas, como si de un monstruo de Frankenstein se tratara, y así alumbrar un arquetipo despojado de matices atenuadores, un hijo de puta modélico, la idea platónica que encuentra su reflejo imperfecto en nuestro mundo sensible.
En la primera infancia, el sujeto quita objetos a sus congéneres por el mero hecho de ver cómo reaccionan; muestra interés, al parecer, en el sufrimiento ajeno. Nos encontramos con que sus familias no le sancionan tal comportamiento, sino que lo justifican o, como suele decirse, le ríen la gracia al niño. Hacia los siete años, coge manía a un compañero de su clase e intuye el modo más eficaz de minarle la autoestima al chico, pues ya ha descubierto que la humillación es arma poderosa. Pasa el colegio entre actos similares y llega el instituto, donde nuestro mozo encuentra a otros como él, dotados de un instinto certero para encontrar víctimas fáciles. Entre todos se solazan descubriendo métodos eficaces de descomponer la vida de un compañero. Nuestro imaginado sujeto de estudio, nuestro hijo de puta ideal, se echará novia. Seguramente irá a la universidad. Tendrá un cargo poderoso en una empresa importante. Procreará y, cuando en la escuela infantil le digan las profesoras que ha de ponerle límites a su hijo, replicará que a él le van a decir cómo tiene que educarlo; a él se lo van a decir, con lo lejos que ha llegado.
Parece ser que la hijoputez nace, crece y se reproduce, pero nunca se destruye, solo se transforma y se ramifica. Creo que dedicaré la próxima semana a plantar árboles.
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