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Etiquetas | Daniel Saldaña | Novela | México

Daniel Saldaña París, una poética del desgarro

El autor ejecuta una literatura de la conmoción
Pedro Luis Ibáñez Lérida
miércoles, 20 de marzo de 2019, 15:15 h (CET)

En su segunda novela, el autor mexicano nos deleita con esta historia, donde la memoria transida se adentra en los pasos perdidos del recuerdo y la distancia insalvable del dolor.


Sin concesiones
Retornar a la infancia evocándola desde su verdadera dimensión –el influjo familiar y colegial y su amplio espectro de vivencias-, nos puede abocar al paraíso perdido de la ensoñación o a ese submundo de magra inocencia que dejamos atrás, pero que, de una u otra manera, marca ese seguir siendo en nosotros. La comprensión de esa etapa, como la de cualquier otra de nuestra vida, es difícilmente aceptable. En cada día el despertar es una experiencia motivadora o renuente a lo que ha de venir. De ahí que el magín del niño que fuimos, acuda a la fantasía para sobresaltar cualquier obstáculo que malogre el entendimiento con el mundo real. Soalzar la mirada hacia otra medida que ajuste y armonice el quebranto que significa enfrentarse a la oscuridad del túnel emocional adulto. Cogidos de su mano avanzamos, no sin cierta inquietud. Mas lentamente dejamos de sentir su cálido lazo. La soledad y el desapego pesa en los hombros y corremos hacia esa difusa claridad que lejanamente parece indicarnos la salida. Hay un signo obtuso en la disonancia entre la percepción onírica de la niñez y la madeja revuelta y nudosa que encarna el hilo de la vida. De la resolución de ese conflicto nunca se sale indemne. En cierta manera la turbiedad de la presunta madurez hace huella en su descendencia. El manoseado rosario de pérdidas se convierte en obligada herencia. Nuestro deseo de redimirnos de esa pena impuesta forzará o no la distancia con ese estigma que nuestros ancestros nos hacen respirar, queramos o no.

El nervio principal –Editorial Sexto Piso. 2018
Esta historia es una caída al vacío. Precipita al lector a la confesión de sus miedos, en correspondencia a la clarividente indagación a la que su autor nos encamina. El fondo de sordina se asienta en el fraseo retrospectivo e introspectivo que resuena de principio a fin. Hurga con desespero en la epidermis de las emociones. El poso apelmazado del tiempo se resiste a liberar el dolor que contuvo. Pese a todo, ese remover de palo de ciego ahuyenta los fantasmas que perviven en el inframundo del ánima atormentada. Liberarnos del pasado es una acción estéril. Al fin y al cabo somos en la medida que fuimos. La memoria es juez y parte. Su jurisdicción abarca desde el primer atisbo de conciencia hasta el último hálito. La narración atraviesa el mapa mudo de una trayectoria vital cultivada en el desamparo. Desde el presente adulto empiezan a enunciarse esos lugares antiguos y solapados de la niñez. Resucitan por mor de la evocación materna y su temprana ausencia. Pero no cesa ahí. Soliviantados por aquella, recuperan la encarnadura de ese triste desenlace en una sucesión de episodios contados con lupa. El campo semántico no solo es expresión lingüística. Traspasa el propio signo, palabra o representación que el código infantil compone. La traducción de ese reducto, veintitrés años más tarde, dobla el recodo que sirve al narrador para ordenar el rompecabezas. Aun siendo consciente de la falta de la última pieza. Nunca lo completará. El destino aulla sin piedad en esta ardua travesía que discurre por aguas procelosas. Embarcado en ella, solo queda aprestarse y avistar el remanso hacia donde saltar y emprender una nueva ruta a pie.

Mortal silencio
El 1 de enero de 1994, el Ejercito Zapatista de Liberación Nacional –EZLN- emergió a la luz pública en estado de Chiapas mediante un golpe de mano tan inesperado como sorprendente. La fecha coincidió simbólicamente con la entrada en vigor del Tratado del Libre Comercio de América del Norte (TLCAN) firmado por Canada, Estados Unidos y México. Su objetivo era ocupar las siete cabeceras municipales donde se encontraban las autoridades administrativas y avanzar posteriormente hasta la capital del estado. Carlos Salinas de Gortari era el presidente mexicano de aquel entonces. El partido político al que pertenecía, Partido Revolucionario Institucional –PRI-, acumulaba más de setenta años ejerciendo el poder. La insurrección armada del movimiento zapatista fue una respuesta no anunciada que hostigó al gobierno mexicano hasta el año 2006, fecha de su conversión política. Su argumento fundamental fue el derrocamiento del actual presidente acusado de fraude electoral en 1988. En la primera Declaración de la selva Lacandona, emitida por la Comandancia General del EZLN, expresaba esta consideración, “Por tanto, en apego a nuestra Constitución, emitimos la presente al ejército federal mexicano, pilar básico de la dictadura que padecemos, monopolizada por el partido en el poder y encabezada por el ejecutivo federal que hoy detenta su jefe máximo e ilegítimo, Carlos Salinas de Gortari. Conforme a esta Declaración de guerra pedimos a los otros Poderes de la Nación se aboquen a restaurar la legalidad y la estabilidad de la Nación deponiendo al dictador”.

Dolorido mutismo
“Teresa se fue un martes al mediodía. No recuerdo exactamente qué mes era, pero debía ser de finales de julio o principios de agosto porque mi hermana y yo seguíamos de vacaciones”. El inicio de la obra nos enmarca sin dilación en el duelo que tanto el narrador como su hermana Mariana y el padre de ambos, sufren por la ruptura de sus vidas. Tras veintitrés años transcurridos desde este hecho, el hombre que reposa en la cama matrimonial de sus padres, recostado en la parte izquierda -lugar que ocupaba su madre-, nos relata y escribe el sufrimiento interior que opera en un niño de diez años ante la fuga materna. En una primera interpretación benigna toma como asidero ese merecer de los afectos, “Un martes de julio y agosto de 1994, ella –mi madre, Teresa- se fue de campamento” que contrapone a la cruda realidad que señala la autoridad paterna, “(…) nos explicó que mamá se había ido” tras la lectura de la carta que dejó para él. La interesante disquisición que, a partir de ese momento, hace confluir la memoria del tiempo infantil con la catarsis y conversión de un hombre de treinta y tres años, reducido a la terrible existencialidad de la desdicha, es un audaz y venturoso texto plagado de pasajes testimoniales que brillan como peces de colores en charca de agua pútrida. Un contingente de reflexiones y situaciones que sostienen una trama impregnada de alegoría como lo es su título, El nervio principal. Más aún cuando conocemos la causa de la partida de Teresa, ese martes fatídico. El 8 de agosto de 1994, aniversario del nacimiento de Emiliano Zapata, se desarrolla la primera Convención Nacional Democrática convocada por el EZLN en el poblado de Guadalupe Tepeyac. En un acto de ruptura con el rol pasivo y conformista de madre y esposa, decide acudir a esta cita. Su pasado académico universitario, estudiante de Ciencias Políticas de la UNAM, que abandonó por el embarazo de Mariana en plena redacción de su tesis, le empuja. Es el eco de una biografía anterior ceñida al ámbito doméstico, pero ligada a la asistencia de manifestaciones y pertenencia a comités que le llevó a recaudar fondos para Nicaragua, El Salvador o Guatemala, en la colonia Educación –el barrio donde reside-, a pesar de encuadrarse en la clase media conservadora. El hastío en su relación marital es otro acicate para espolear el caballo de los ideales renacidos y galopar hacia ese destino incierto.

Daniel Saldaña París ejecuta una literatura de la conmoción. Para ir recomponiendo paulatinamente ese ceremonial de lo realmente esencial en su apuesta decidida por advertir sobre el alma herida que pliega la angustia que la reconcome. El origami, papiroflexia o cocotología –como lo bautizó Miguel de Unamuno por su inclinación lúdica hacia esta práctica- sirve para aferrarse a ese último recuerdo y condensar en la simetría del papel la recomposición de su universo, ahora incompleto, “Teresa me regaló aquel libro con diez diseños básicos unas semanas antes de irse de campamento –antes de desaparecer, con su bolsa gigante, aquel martes después de la comida- (…) En 1994 todo estaba cargado de sentido, y mi confusión entre el anverso y el reverso, era la confusión puntual de un niño intentando hacer origami y fracasando repetidamente en ello. Tampoco puedo decir que el origami me haya convertido en un experto de la paciencia, por el tesón con el que persistí frente al fracaso. Lo que si es seguro es que el origami fue una escuela de estar solo: me enseñó a pasar muchas horas en silencio” En los torpes pliegues, la metáfora vital late con la fuerza del desencanto. No solo en la convivencia familiar, también en la escuela y amigos. La tristeza anuda la garganta sin llanto pero con violenta mudez. No hay nada de qué hablar. La atmósfera familiar tiene el rictus de un cadáver apergaminado e insepulto en el velatorio. Pena derretida en los labios como lacre. El autor mexicano nos propone descubrir en la extrañeza del iris cosmogónico de un chiquillo, esa palabra que trasciende desde la escritura del hombre que se lame sus heridas. No como acto de contrición ante sí mismo y la debilidad que denota su abandono y desvarío apostado en la cama, sencillamente como supervivencia ante la aguja de la pesadumbre que cose a golpes de soledad. Los nombres del padre y del hijo se mantienen en el anonimato. El relieve femenino contrasta con la silueta masculina que se desliza de puntillas. La determinación se pronuncia con nombre de mujer. La masculinidad y su perfil bajo tiene ese origen enigmático donde el código de conducta se bloquea y la conciencia se solapa con rutina egoísta, “Mi padre nunca fue capaz de anticipar el dolor de los demás. La vida interior de los otros –incluidos sus hijos- fue siempre una caja fuerte cuya combinación desconocía. No era capaz de ninguna empatía, y tomaba todas las decisiones con base en sus propios sentimientos y necesidades. A veces, al recordar todos los años que pasamos bajo su tutela, todavía me sorprende que tanto Mariana como yo hayamos sobrevivido”. Esta larga e íntima correspondencia epistolar, débito de ese mutismo, es fedataria de la transformación de la palabra escrita en vuelo testimonial, “Escribir sobre el pasado, me estoy dando cuenta, es escribir hacia dentro, no hacia delante”. Desvelando ese complejo edípico que resitúa obstinadamente al lector en el ojo que da vueltas sobre sí mismo y detalla pormenores y detalles, con munición lírica lo suficientemente contundente para aquel cierre el imperdible y no permita un solo distraimiento. El amor consanguíneo no correspondido es el principal sujeto de este desequilibrio. Junto a las mentiras que completan la semblanza, sustanciada en la rememoración imprecisa o fruto de la percepción manida de las vivencias. La resolución de este juego de espejos se halla en la propia escritura del protagonista, “Pero antes de hacer cualquier cosa; antes de empezar a pensar en salir de la cama; antes de convertirme, finalmente, en la persona que siempre debí haber sido, quisiera terminar de escribir esto”. Una obra que se define en su poética del desgarro y descubre la elegancia formal y expresiva que destila la sólida personalidad literaria de su autor.

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