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El rostro neoliberal

Algunos aspectos de la última dictadura militar Argentina, el instrumento de las desapariciones forzadas
Cristian Iván Da Silva
viernes, 22 de marzo de 2019, 12:40 h (CET)

El neoliberalismo en nuestra región contó con laboratorios para la implementación de sus recetas económicas: las dictaduras. Quizás, y por la decantación que ofrece la historia a la luz de estos días, y teniendo en cuenta el escenario económico que nos asiste, los casos de argentina y Chile son los más resonantes, los más hirientes al día de hoy, y en los que la memoria debe ejercitarse como nunca.

La analogía es la semejanza en función, pero no en origen; y en efecto la dictadura militar argentina fue muy distinta a la chilena encabezada por Pinochet, no así en el aspecto económico, donde el modus operandi fue el mismo: fuertes terapias de shock con varios instrumentos, llámese desapariciones, llámese torturas, endeudamiento, o incluso, “Contra-revolución ideológica”. Los orígenes de ambas dictaduras fueron distintos, la función la misma: garantizar un plan económico que barriera con toda esperanza de soberanía económica.

El neoliberalismo empezó a aplicar sus recetas mucho antes de que se celebrase el “Consenso de Washigton” por los años ´90 y mucho antes del Reaganismo de los 80, en todo caso ambos ejemplos alumnos de este antecedente: se empezó a aplicar el 11 de Septiembre de 1973, con el “suicidio” de Salvador Allende. Desde luego, no inmediatamente. Pero tomemos ese hito en la historia de lo que la Derecha llama “Guerra contra la subversión” el momento de inicio de las recetas neoliberales. Según documentos brasileños desclasificados en Marzo de 2007, semanas antes de que los generales argentinos tomaran el poder, contactaron con Pinochet y con la Junta brasileña (Brasil también estaba en dictadura” y se “esbozaron los principales pasos que debería tomar el futuro régimen” . A pesar de esta estrecha y documentada colaboración, el gobierno militar argentino no fue tan lejos (y brutal) en su experimento Neoliberal como Pinochet que sí opto por matanzas en estadios de fútbol y rápidamente la prensa internacional se hizo eco. Por el contrario los militares argentinos fueron más graduales, pero no por eso menos sangrientos. Las propuestas económicas fueron las mismas que el padre del Neoliberalismo, Milton Friedman, recoge en su libro “Capitalismo y Libertad”: privatización, desregulación y recorte del gasto público, es decir, la santísima trinidad del libre mercado.

El experimento argentino neoliberal tenía un alumno aplicado y fiel: Alfredo Martínez de Hoz, quien había presidido la Sociedad Rural y le daba la esperanza a la élite de retornar a los años de latifundio agroexportador. La primera decisión de Martínez de Hoz como Ministro de la Dictadura fue prohibir las huelgas e instaurar el despido libre. Abolió los controles de precios, derogó las restricciones a las propiedades que los extranjeros podían tener en el país y en pocos años vendió cientos de empresas estatales. También, documentos desclasificados muestran que William Rogers, Subsecretario de Estado para América Latina, le dijo a su jefe, Henry Kissinger, poco después del golpe del 76: “Martínez de Hoz es un buen hombre. Hemos mantenido consultas con él constantemente”. Kissinger quedó tan impresionado que como gesto simbólico, organizó un encuentro con el Ministro de la dictadura cuando éste visitó Washington. También se ofreció a hacer un par de llamadas para ayudar a Argentina en sus esfuerzos económicos: “llamaré a David Rockefeller”.

También en este experimento el impacto humano fue arrasador: tan solo a un año de iniciada la Dictadura los salarios perdieron el 40% de su valor, cerraron fábricas y la pobreza se generalizó . Antes de que la Junta militar tomara el poder, Argentina tenía menos pobres que Francia o Estados Unidos, solo un 9% de la población y una tasa de desempleo de sólo el 4,2%. Ahora el país empezaba a dar muestras de subdesarrollo cuando venía de ser abanderado del tan propugnado “desarrollismo” de los años 50 y 60.

El instrumento de las desapariciones


Desde 1970, las desapariciones se habían convertido en el principal instrumento de coerción de las juntas de la Escuela de Chicago que propugnaban la receta Neo liberal en todo el cono sur, y nadie las utilizó son con más ahínco que los generales que ocuparon la sede del gobierno argentino. Durante el reinado de la muerte se estima que desaparecieron treinta mil personas. Muchas de ellas, como muchas de los desaparecidos en Chile, fueron lanzadas desde aviones en las aguas del Río de la Plata, tantas otras enterradas en osarios comunes o parcelas sin identificación.

La dictadura militar Argentina, que ya gozaba de el elogio del FMI y de la Escuela de Milton Friedman, se destacó por saber mantener el equilibrio justo entre el horror público y el privado, llevando a cabo las suficientes operaciones públicas Para que todo el mundo supiera lo que estaba pasando, pero simultáneamente manteniendo sus actos lo bastante en secreto para poder negarlo todo. En sus primeros días en el poder, la junta militar hizo una única y dramática demostración de su disposición a usar la fuerza de modo letal: un hombre fue sacado a empujones de un Ford Falcon (el vehículo preferido para las operaciones), atado al monumento más famoso de Buenos Aires, El Obelisco, y fue ametrallado a la vista de todo el mundo.

Después de ello, los asesinatos de la junta pasaron a ser encubiertos, pero estaban siempre presentes. Las desapariciones, oficialmente inexistentes, eran espectáculos muy públicos. Era habitual que irrumpieran en el domicilio o te arrastraran por la calle, a lo que la víctima solo podía atinar a gritar su nombre. Algunas operaciones “encubiertas” eran mucho más descaradas: la policía subía a un colectivo lleno de gente y se llevaba a pasajeros; en la ciudad de Santa Fé, una pareja fue secuestrada en el altar durante su boda, en una iglesia repleta de gente.

Los secuestrados, una vez puestos bajo custodia, eran conducidos a uno de los más de trescientos centros de tortura que había en el país. Muchos de ellos, estaban situados en zonas residenciales densamente pobladas; uno de los más conocidos estaba en el lugar o local de un antiguo club atlético en una concurrida calle de Buenos Aires, otro estaba en una escuela en el centro de Bahía Blanca y aún otro en un ala de un hospital que seguía funcionando como tal. En estos centros, se veían entrar y salir a toda velocidad vehículos militares a horas extrañas, se podían oír gritos a través de las mal insonorizadas paredes.

La junta militar argentina era particularmente especial al deshacerse de sus víctimas. Un paseo por algún campo podía acabar siendo una pesadilla porque las fosas comunes apenas estaban escondidas. Aparecían cuerpos en cubos de basura, sin dedos ni dientes o, después de los conocidos “vuelos de la muerte”, aparecían cadáveres flotando a orillas del Río de la Plata, a veces varias a la vez. En algunos casos “llovían” desde helicópteros y caían en el campo de alguien.

Todos los argentinos fueron de alguna forma reclutados como testigos de la erradicación, porque gobernaba la muerte. Hay una frase que los argentinos llegaron a utilizar para explicar, quizás, esta paradoja de haber visto sin ver: “No sabíamos lo que nadie podía negar”. Puesto que muchos de los perseguidos por estos laboratorios del terror, que seguían la receta neoliberal, se refugiaban en países vecinos, los gobiernos de la región colaboraban entre ellos en la conocida Operación Cóndor. Con Cóndor, las agencias de inteligencia en el Cono Sur compartían información sobre “subversivos” y dieron mutuamente a sus respectivos agentes salvoconducto para levar a cabo secuestros y torturas cruzando la frontera , un sistema inquietante parecido a la actual red de “extradiciones” de la CIA.

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