Es acertado tomar consciencia de que todo lo que existe es una representación de lo que verdaderamente es, de tal manera, que, en gran medida el mundo es una ilusión de la realidad, pero abordar todo como un gran espejismo puede llevarnos a no incidir en modificar nuestra existencia, porque dejamos escapar el presente.
A primera instancia todo esto suena como un enredado juego de palabras que, para no meterse en tantos aprietos, podría resolverse diciendo sencillamente que “cada cabeza es un mundo” y que “cada quien tiene la verdad”. De esa manera nos quitamos de encima la necesidad de escudriñar lo que también pareciera no tiene sentido alguno dialogar.
Sin embargo, para quienes no nos conformamos con una visión simplista de las cosas vale la pena detenerse a pensar qué hay debajo de lo que afirmo en el primer párrafo.
Hacer representaciones mentales de nuestro mundo es una forma de preparar nuestro andar en él, es decir, podemos actuar e interactuar en la realidad gracias a que “sabemos” los códigos en que se estructura cuanto nos rodea. Obviamente, damos por hecho que tanto nuestro saber, así como los “códigos” de la realidad están en constante cambio, por ello nos preparamos, estudiamos y nos abrimos a conocer más y diferente para poder continuar en esta vida.
Es en ese sentido que entiendo lo que sostiene Ignacio Morgado, catedrático de Psicobiología del Instituto de Neurociencias de la Universidad Autónoma de Barcelona, en una entrevista para el suplemento Ciencia del periódico español ABC: “la manera que tiene el cerebro humano de entender y manejar el mundo consiste en crear ilusiones”. Dicho en otras palabras, las ilusiones son una especie de piezas con las cuales se conforma la representación mental de la realidad, o mejor dicho de “nuestra” realidad.
Por otra parte, las escuelas iniciáticas ancestrales nos han enseñado que es vital “despertar” del gran sueño en el cual nos encontramos para poder tomar consciencia de que la realidad es mucho más, y más profunda a aquella que captamos con nuestros sentidos y con nuestros pensamientos.
Por eso los sabios de la antigüedad incitaban a sus discípulos a no contentarse con los frutos de la entrenada percepción ni con las conclusiones de sus más agudos razonamientos.
La verdad está por encima de todo eso y por ello siempre hay que estar dispuestos a “despertar” para tomar las cosas en la dimensión que les corresponde.
La vida, en este sentido, es un “despertar” permanente.
Pienso todo esto y mucho más mientras leo un cuento breve titulado “Los higos ilusorios”, que encontré recientemente en phileasdelmontesexto.com.
El cuento dice así:
Un viejo maestro, que enseñaba a sus discípulos sobre las ilusiones del mundo de la materia y de qué manera nos engaña los sentidos, estaba comiendo higos con uno de sus alumnos.
“En un momento, el maestro preguntó: “¿Y qué tal? ¿Están buenos los higos?”
El discípulo, que había estudiado en profundidad las enseñanzas del viejo sabio, respondió: “Pues verdaderamente, todo es una ilusión. No existen estos higos. Experimento y siento su sabor debido a una base neurofisiológica que me permite recibir información del exterior y…”
– ¡Deja de decir estupideces! ¡Los higos están buenísimos! – replicó el maestro.
Parafraseando el cuento, démonos la oportunidad de disfrutar de los higos, sin que por ello abdiquemos al privilegio de ver las cosas a profundidad.
Si bien es cierto que “despertar” permanente es algo loable, pues en esa medida nos hacemos más humanos, también es cierto que es importante aprender a convivir y a vivir en medio de esa gran ilusión, porque cada trozo de ella es una parte del presente, y como en cierta forma lo único que tenemos para modificar la realidad es el presente, si no nos enfocamos en la valía de cada instante, entonces se nos va de entre las manos nuestra existencia.
¿O no?
Vale la pena darse cuenta, vale la pena intentarlo.
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