Resulta que Sergio Ramos, futbolista de profesión, se casó el otro día en Sevilla. Los fastos han sido babilónicos, al parecer. A tanto ha llegado la cosa, que el muchacho, arrebatado de amor, herido por la flecha dorada del ciego niño alado, inflamado en ansias de pasión y gozo, ha alquilado todas las limusinas de Sevilla, que sin duda habrá unas cuantas, para que la novia no tuviera el disgusto de cruzarse con otra que no fuera aquella suya que, cual carroza dorada tirada por los pavos reales de Hera, la llevaba a los brazos de su Apolo broncíneo; ¡qué gesto de amor simpar!, ¡qué delicadeza en la exhibición del afecto!, ¡qué buen gusto en todo, oiga! Como dice una amiga mía, “se me saltan los empastes”. Porque, en realidad, nada hace mayor el amor que mostrarlo a troche y moche, que derramarlo como si fuera la gracia de un dios, que esparcirlo como monedas a los pobres. El amor, a día de hoy, para que se haga fuerte, necesita, como poco, sus dosis de ojos y emoticonos, sus buenas fotos al atardecer en una playa o sus mensajes al viento de las redes sociales loando al amado, que a todos nos gusta saber que Mari muere por los huesos de su Gonzi, o que Samu se ha cortado la coleta (“amigos, ella es la única”), porque ya no vive sino para hacer sonreír a su Nuri. Claro que sí; cómo para no tirar la casa por la ventana; y la Torre del Oro, si hace falta.
Pobrecitos los que nos conformamos con las palabras susurradas, con poco más que el silencio de unos ojos frente a frente.
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