Marina habla desde el fondo de sus nueve años. Su voz es tan sensible como descarnada, tan decidida como acobardada, tan ingenua como irónica. Marina sabe lo que pasa y lo que le pasa. Marina sabe que su madre está muy enferma, sabe que le ocultan cosas. También sabe que se entiende con su abuela porque las dos se saltan las desquiciadas preocupaciones de los adultos. La abuela de Marina está enamorada de Felipe González, escucha la radio hasta las tantas y trata a su nieta como una persona, no como una niña imbécil, que para eso ya están los tontos y para exigirle educación, su madre. La madre de Marina los tiene bien puestos. Sabe cagarse en los muertos de quien haga falta y quiere a su hija con locura. La madre de Marina vive con Domingo, su novio, y, cuando no está en el hospital, con él y Marina. A Marina le gusta Domingo. Es raro, sabe cosas, tiene ideas peculiares, tartamudea y es lector de El Víbora, aquella revista underground que marcó la juventud de muchos y la infancia de los que, como Marina, accedieron a ella de rebote. En ella aparecían viñetas que lo mismo contaban historias guarronas que adaptaciones de cuentos de Poe; la filosofía y la víscera convivían en sus páginas como en la barra de un bar de Malasaña. El porno, el cine de vísceras y terror, El Víbora y todas las demás manifestaciones “satánicas” fascinan a Marina. Marina piensa mucho en cómo será follar y en tener escarceos con otros niños o niñas de su edad, porque “está muy salida”, aunque, al mismo tiempo, echa a correr cuando surge la ocasión. Marina es lista y saca muy buena notas, aunque es consciente de que el colegio es una trampa o un peaje para vivir mejor. Se le olvidan las penas ante una fuente de filetes empanados con limón.
Todas esas cosas dice Marina. Y muchas más. “Mi madre no es como las otras. Resulta atractiva, como un hada con las alas quemadas.” “¿Qué cosas van a ocurrir en el futuro? ¿Qué significa todo esto? No puedo esperar. Es insoportable”. “Ante la preocupación, he encontrado distracción en la violencia y me empiezo a encontrar adicta. El tema me atrae. El sexo ejerce un efecto incluso mejor, pero está mucho más restringido”. “He encontrado por fin dos ejemplares nuevos de El Víbora. Estoy enferma de imágenes, pero no podría vivir sin ellas”. O como esta: “el demonio en teoría es una especie de amigo mío pero cuando sales de casa eso no funciona. El truco está en ser cristiano oficialmente y luego portarte mal. Te confiesas y listo. Yo siento que camino de la mano del mal pero mi comportamiento es ejemplar y encima cargo con la culpa a palo seco. Lo estoy haciendo al revés”.
Marina cuenta su verano del año 93, en una Sevilla de lagartijas quemadas, mientras espera abandonar la crisálida para dejar de ser larva. Vozdevieja, el apodo que le dan los niños a Marina por su modo de hablar, consigue lo que pocas obras: una voz narrativa tan personal y verosímil que, cuando uno cierra la última página de la novela, su protagonista te sigue hablando, te sigue contando sus cosas, explicándote cómo es el mundo que sus ojos crean, porque tras un verano con ella sabes que su verdad es más cierta que la de los zombis que pueblan el mundo real, la de todos aquellos que no despegan los pies del suelo ni para calzarse.
Elisa Victoria no quiere enseñar nada con su novela, no quiere desvelar secreto alguno y, sin embargo, demuestra que para vivir no es preciso estar vivo, sino saberse vivo, asumir, en palabras de Darío, el dolor de la vida consciente.
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