El verano, es sinónimo de dispersión, de cambio de vida, de nuevas rutas, de tener experiencias novedosas que nos enriquezcan el alma y el espíritu. Nuestro mundo interior, está lleno de “ajetreo”, ya que la sociedad de la prisa, nos lleva a vivir de forma totalmente irregular. El querer poseer más cosas que el vecino, nos conduce rapidamente, a crearnos unos estados de ansiedad, capaces de no ver la realidad, de no ser consecuentes con nuestra manera de sentir y pensar, y sobre todo, nos provoca un alejamiento de las costumbres y valores, que nos vuelve “irascibles”, teniendo que volver nuestros ojos y pensamientos hacia la farmacopea, para que nos resuelva la química, algo tan sencillo como pararnos y reflexionar.
Los únicos culpables de tener la sensación de perder los valores, somos nosotros, ya que los protagonistas de nuestra vida, no tenemos la capacidad suficiente de parar al menos cinco minutos al día y meditar. Y en eso, todos debemos hacer caso: incluidos los cristianos, porque tengo la convicción firme de que estamos todos necesitados de pensar, reflexionar, orar y dar gracias. Solo nos acordamos de Santa Bárbara, cuando truena. Por eso, hay cosas que no siempre salen a nuestro gusto.
El verano, debe servirnos, para leer más, y pensar en todo lo que vamos cometiendo: tanto lo bueno como lo no tan bueno. Esta estación, debe ser la que nos una a las familias, entorno a la mesa, compartiendo no solo unas buenas viandas, con la rica cerveza o el exquisito vino valenciano, sino con la conversación, plácida, sosegada y reflexiva. Hemos de sacar la risa, esa que contagia corazones, que mueve montañas, que nos sirve para caminar juntos.
Pensemos que una buena tertulia, entre jóvenes, adultos y mayores, es una gran clase, se podría decir que un “Master”, porque a la fuerza y el impetu juvenil, unimos la experiencia y serenidad de los adultos y mayores.
Reposar, sentarnos a saborear un buen refresco, el que tenga costumbre, dar fe de un buen tabaco -de picadura o puro-, bebernos esas hierbas digestivas o esa “palometa” hecha con agua fría, hielo y unas gotas de anís, o nuestra rica horchata, que nos ayudará a hacer bien la digestión. Estos momentos, son los apropiados para recordar esos valores que hemos ido dejando por el camino. No debemos imponerlos, ya que provocaremos rechazo. Debemos, exponerlos y hacerlos nuestros. Muchas veces, nos olvidamos de practicarlos, y no hay mejor clase, que la del ejemplo. Si unos hacen la comida, los otros deben poner la mesa, y los de allá, servir las viandas previstas. Es el ejemplo, el que nos enseña de forma particular como debemos actuar en la vida.
Hay momentos en el día para todo. Pero, seguro que la noche, nos seducirá, y serivra para contemplar, en silencio, toda la boveda celeste y los fenómenos astrales que solo se dan en el mes de agosto. Es un momento, ideal, para la meditación, oración, reflexión y enseñanza. La tranquilidad que nos transmite la noche, debe servirnos para dejarnos influenciar por ella, mientras admiramos la maravilla de la Creación.
Pensemos en todo aquello que nos falta, hagamos un repaso del día completo, porque seguro que entre todos vamos a encontrar soluciones que mejoren nuestra existencia. San Agustín, nos dice: “Conocerse de verdad a uno mismo no es otra cosa que oír de Dios lo que él piensa de nosotros”. Solo, el momento de la oración meditada, nos servirá para comprendernos y conocernos mejor, haciendo que vuelvan a nuestra vida, los valores que hemos dejado por el camino.
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