El éxito de toda disciplina más o menos atractiva, dentro del campo que sea, viene determinado por el grado de snobismo de sus altos jerarcas. Cuanto más hermético sea el grupo y menos permeable a influjos externos su superestructura, más cera se pueden dar entre ellos, a expensas de una sociedad residual deseosa de embarcarse ―también― en ese proceso de “diferenciación”. Y es que la posibilidad de una simbiosis con alguno de los miembros de estas castas es altamente incierta, y más si no vienes “recomendao”: la doctrina del encerramiento, que se dice.
A menos que tu disposición corpórea se corresponda con la de un ídolo bitriangular antropomorfizado ―dos superficies tangentes por sus vértices con forma de persona―, o que hayas adquirido, en uno de tus vaivenes oníricos, cualidades de cubo de rubik. Es decir, a menos que les seas útil, por la razón que sea. ¿Por qué? Porque de todo eso genuino potencialmente explotable ―que habilita el lucro― es de lo que se nutren. Eso sí, siempre sin escatimar en maldad, que si ven que te ganas demasiados favores y pones en peligro supremacías individuales, censura fulminante y a otra cosa. ¡Cuius regio, eius religio!; a cada príncipe, una confesión.
Así que, algunos concluyen, la mejor alternativa es tirar la toalla y darse unas friegas de pomelo, que para eso de las pústulas emocionales es lo mejor. Algo así como hacer de la excreción virtud, camuflar las asperezas afectivas con maquillaje, y dedicarse a quehaceres insignificantes en los que nadie te pueda dejar en evidencia. ¿Sí? ¿Es una opción? Pues no. No me jodas. El monolitismo porculero se combate con desengrasante arterial y entre caldo y cultivo la Acción Escatológica se abre paso con su verdad indómita, la única segura: a la oficialidad le molesta que huelas mal. Tú o el tufo que pueda desprenderse de tu activismo infecto, que es lo mismo. Y si no te aprovechas de eso es que no mereces nada más, capullo. La pulcritud corporativa no es más que la proyección de tu temor, de tu pánico tumoral a no dar la talla. Su hegemonía se basa en evidenciar inseguridades, en desorbitar desequilibrios. La restauración del orden señorial del Antiguo Régimen elevado a un exponente contemporáneo.
¿Que no sabes a qué me refiero? Pues enciende la tele, no importa el canal, y empápate de su mierda. La metodología es tan depurada que a veces llegas a creer que puedes elegir entre izquierda o derecha. Que es tu decisión. Pero la realidad es otra, mucho más denigrante. De modo que coge un pañal usado, o unas bragas usadas maceradas al sol, y plántasel@s en la cara al primer instruido que denote galones en alguna sucursal, o en alguna sede pública. O casi mejor, restriégatelas tú mismo y disponte a pedir un crédito o cita para renovar el DNI, no sea que luego tenga implicaciones judiciales la cosa y acabes en comisaría. Ya verás cómo no dejas indiferente a nadie, y tu anulación da la sensación de quedar atenuada. ¿Que para qué todo eso, en verdad? No lo sé, es sólo #AcciónEscatológica. El bochorno ajeno bien lo vale. Algún efecto tendrá.
El segundo fin de semana de marzo, hace justamente un mes, se celebró en El Vaticano el 50º aniversario del nacimiento del Movimiento Pro-Vida. El Papa Francisco, por medio del Cardenal Parolín, les hizo llegar un mensaje de agradecimiento por su gran labor que, en tiempos en los que crece la cultura del descarte, sigue colocando con valentía la dignidad de toda persona humana en el centro, especialmente la de aquellas más vulnerables.
Agradezco a ciertos colectivos ilicitanos de tendencia comunista que estén desde hace unos años tirando del carro y manteniendo la llama del republicanismo llevando a cabo cada 14 de abril e incluso días anteriores, varias celebraciones o actos en recuerdo, homenaje y conmemoración de este hecho histórico y de sus protagonistas.
Hace medio siglo, el tono magistral con el inevitable acento alemán del idioma aprendido en la juventud, sonaba en el Madrid desacostumbrado a grandes fastos, ni siquiera a medianos eventos: “Se sorprenderían si supieran el escaso número de congresistas que se han molestado en sacar el pasaporte o el reducido número de acertantes entre aquellos dirigentes capaces de decir sin equivocarse las principales capitales del mundo…”.