Los medios de comunicación, en especial los audiovisuales, echarán de menos al estrambótico personaje. En un mundo donde predomina el gris parduzco, un líder como Hugo Chávez proporcionaba momentos de auténtica gloria –su propia gloria- que era disfrutada con fruición por los que habitualmente bostezamos con las declaraciones de los políticos. Hugo Chávez, muerto ayer en loor de la multitud relativa que lo encumbró y no tuvo tiempo para aborrecerle lo suficiente, no era Ana Mato. Aquel jamás hubiera rehuido una rueda de prensa porque en ellas se crecía. Nuestra tímida ministra de Sanidad es como el tímido ratoncillo que trata de que no le quiten el queso que se ha llevado de la cocina, y por eso no quiere que le hagan preguntas. El presidente venezolano hubiera contestado a todas… a su manera.
Chávez, como histrión, como personaje de tragicomedia, solo tenía un parangón contemporáneo en Fidel Castro y Gadafi. Era un auténtico líder, inteligente, oportunista, excéntrico, ocurrente y hasta, en ocasiones, simpático. De militar de derechas se convirtió en cabeza pensante y rectora de un movimiento amalgamado de ideas marxistas mal digeridas, nacionalismo burgués, militarismo y hasta santería. Resultaba curioso comprobar cómo esa inconexión ideológica podía aglutinarse con el engrudo de un verbo exaltado y eficaz y ciertas pruebas de su pretendida “eficacia pragmática” en la defensa de los derechos de los humildes. Dos ejemplos: durante sus años en el poder el analfabetismo quedó erradicado en el país y la asistencia sanitaria se hizo general y gratuita. Algo había que darle al pueblo –no sólo salsa- para que lo considerara algo así como el segundo padre de la patria venezolana, después de Bolívar. Por eso fue el presidente más votado de la historia de Venezuela en las elecciones de 1998.
Nada le interesaba al férreo dictador que se hablara de su enriquecimiento personal, de las supuestas relaciones de sus más directos colaboradores con el narcotráfico, de su implacable persecución de la disidencia; y por eso anuló prácticamente la libertad de expresión, expropiando y controlando la mayoría de los medios de comunicación. Su nada disimulado narcisismo le llevó a tener un programa propio de televisión, en el que cada semana hablaba de sí mismo, de sus ideas de futuro para la república bolivariana, y arremetía contra “los enemigos tradicionales de la patria”; en especial a los que se refería como “imperialistas yanquis”. Otra prueba de que toda dictadura debe tener su bestia negra para llevar a cabo acciones que, de otro modo, no tendrían ninguna justificación.
Queda para la Historia el tono y la forma de la frase que pronunció en un mitin para amenazar con una guerra a su vecino más odiado: “Muévame de inmediato diez batallones a la frontera con Colombia, señor ministro de Defensa”.
Sus relaciones con España fueron peor que medianas desde que José María Aznar apoyara tácitamente el golpe de estado, en 2002, que lo mantuvo apartado del poder durante dos días. Este mal ambiente tuvo su máxima expresión cuando el rey de España lo mandó callar en la Cumbre Iberoamericana de 2009, celebrada en Chile, ante las diatribas que Chávez estaba lanzando contra el ex presidente del gobierno español, en medio de una sesión plenaria. Desde entonces las más de cien empresas españolas con presencia en Venezuela temieron que el “gorila rojo” –como lo llamaban sus detractores- pudiera ordenar su expropiación “en función del interés nacional”.
Como ocurre cada vez que muere un dictador, carismático o no, su desaparición no implica un traspaso de poderes fácil ni exento de tensiones. La camarilla que lo acompañaba, los intereses creados en torno a su figura, no desaparecen con su muerte.
El peronismo ha sobrevivido muchas décadas a sus artífices, Eva y Juan Domingo Perón. Y es previsible que el castrismo siga el mismo camino.
Son muchos los que ansían que la estela de azufre del populismo chavista no perdure tanto.
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