Se ha anunciado urbi et orbe el acceso a la cátedra de Pedro de un nuevo Papa con el nombre de Francisco I, en la persona del cardenal argentino Jorge Mario Bergoglio, arzobispo de Buenos Aires y perteneciente a la Compañía de Jesús, que así tiene a su primer pontífice.
El cardenal Bergoglio, aunque en el anterior cónclave disputó en las votaciones con Benedicto XVI, sin embargo entre las quinielas que barajaban los medios que se autodenominaban de bien informados, no aparecía, salvo alguna excepción como el caso de Religión Digital que sí lo trató como un candidato de significación a tener en cuenta, del que alababa su excepcional labor pastoral en la archidiócesis de Buenos Aires, en la que ha venido desempeñando una excepcional labor social entre los pobres, donde ha apoyado y ayudado personalmente –en alguna que otra ocasión a dar de comer a personas sin recursos económicos-.
En cuanto a su formación es bastante sólida, como suele ser lo habitual entre los jesuitas, así como su talante combinado de hombre de probada fe y de comprometida acción por la implantación del “Reino de Dios” –según mandato evangélico-.
De su carácter se dice que es un hombre muy humano, cercano, dialogante, pero de carácter más bien serio. Lo que unido a sus dotes intelectuales, de hombre de fe y de Iglesia, le capacitan para poder acometer las reformas que la Iglesia necesita, tanto en el ámbito de la Curia, como en el ámbito pastoral –especialmente en la misión ad gentes- que tiene planteada para llevar el Evangelio a un mundo cada vez más secularizado, especialmente en las naciones que tradicionalmente han sido católicas, y profundizar en aquellas otras tradicionalmente de misión, para el arraigo de la fe.
Se dice del cardenal Bergoglio que es un hombre de vida austera, al punto que se traslada en Buenos Aires en el metro, manteniendo una gran cercanía con el pueblo, al que le gusta llegar.
También se dice de él que tiene una posición reformista dentro de un planteamiento conservador extremo en el que ha tenido una abierta lucha contra la ley del matrimonio gay en Argentina, colisionando incluso con la presidenta del país andino, lo que nos da la pista, que su pontificado posiblemente acometerá reformas eclesiales, sin que por ello quepa esperar grandes saltos, lo cual da continuidad a la labor de los anteriores pontificados, de los que probablemente podrá avanzarse en la línea de la recepción del Concilio Vaticano II, que se quedó a medio desarrollar, teniendo una gran vigencia y actualidad en respuesta a los signos de los tiempos que vivimos.
Lo sorprendente de su nombramiento, para los denominados “vaticanistas”, puede poner en la pista, que sea un hombre serio, independiente ajeno al stablishment curial, capaz de hacer los reajustes que no ha podido su predecesor, al tiempo que asegurar la necesaria estabilidad de la institución eclesial para evitar la dispersión del catolicismo, como le ha ocurrido al cristianismo reformado de raíz protestante que se ha diluido en multitud de grupos pequeños, separados e inconexos, que no solo pierden eficacia evangelizadora, sino que no se ajustan a las exhortaciones evangélicas de unidad de los cristianos. Algo que el nuevo Papa también habría de revisar sobre los múltiples movimientos seglares que han emergido en la Iglesia con estructura propia, que restan virtualidad práctica a la necesaria comunión eclesial, al tiempo que desarrollan un poder fáctico no siempre edificante ni eclesial, ni evangélicamente.
Cabe hacer otra consideración referente al nombre elegido por el nuevo Papa, pues el de Francisco, nos da la pista del referente moral, espiritual, y sobre todo misionero de dos grandes santos de dicho nombre –en los que seguramente ha pensado el cardenal Bergoglio para elegir su nombre pontifical- por un lado, Francisco de Asís, ese gran santo, que fiado plenamente de la providencia vivió su fe de forma extremadamente humilde, sencilla, puramente evangélica, con gran misericordia para los que se le unían ante su fuerte personalidad carismática; por otra, la de Francisco Javier, ese jesuita misionero hasta la extenuación. Ambos ejemplos troncales de una vida entregada a la fe y al evangelio, que asumieron plenamente en su existencia y nos dejaron una gran huella.
Ambos santos, que además conformaron dos grandes movimientos en la Iglesia, cuya labor aún pervive y está plagada de seguidores, en lo que fueron la Orden Franciscana, que erigió una peculiar, sencilla y profunda manera de vivir el evangelio acercando las comunidades de frailes menores a los núcleos urbanos –en contraposición a los monasterios de monjes apartados del mundo-; y por otra parte la Compañía de Jesús que erigió un particular espíritu que supo actualizar el mensaje evangélico a su tiempo, promoviendo la activa labor de misión en la Iglesia llevándola a todos los rincones del mundo, potenciando en el clero una recia formación religiosa y teológica, y entre los laicos una espiritualidad de gran raigambre hasta nuestros días. Ambas órdenes religiosas supusieron un refortalecimiento de la vida eclesial de su tiempo, y siguen siendo un importante pilar en la vida de la Iglesia.
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