Me niego a llamar “Francisco”, así, a secas, al papa de Roma; por mucho que algunos listos –los “listos” de siempre- se empeñen en que esa es la forma correcta para referirse al nuevo inquilino del Vaticano. Sé que Francisco I seguirá siendo “Jorge” para los amigos, pero para mí nunca, por el respeto que me merece, será “Francisco”. Porque, ya se sabe, llamarlo “Paco” sería el paso siguiente. Y por eso, señores, no paso. Está bien que ya no vaya en silla gestatoria ni luzca la tiara, pero el papa es el papa y a ti te encontré en la calle un día que llovía.
El papa Bergoglio, que lleva siéndolo apenas una semana, ha entrado pegando fuerte, en el sentido menos literal de la expresión, pues de ser un desconocido para la mayoría de los católicos, a diferencia de lo que ocurrió con Wojtila y Ratzinger, se ha convertido en unos pocos días en verdadero protagonista de los medios de comunicación. Podría decirse que esto es una perogrullada ¿Cómo no iba ser catapultado a la fama instantánea nada menos que un Romano Pontífice? Lo cual, sin dejar de ser obvio, no resta autenticidad al hecho de que el nuevo papa ha entrado con buen pie, se ha hecho simpático y cercano nada más llegar, por mucho que algunos se hayan afanado en sacarle un pasado oscuro, tratando de relacionarlo con la dictadura argentina y sus cloacas. Algo parecido le ocurrió a Benedicto XVI, cuando trataron de vincularlo al nazismo por haber pertenecido, siendo poco más de un niño, a las juventudes hitlerianas. Y es que siempre habrá cicateros, agoreros y gafes.
Francisco I pertenece a la Compañía de Jesús. Es, de hecho, el primer papa jesuita de la Historia. La orden, fundada por Íñigo de Loyola, no siempre ha gozado de las simpatías de Roma. Y ello, en parte, fue debido a la amplia formación humanística y científica que ha caracterizado a muchos de sus miembros. Han constituido una elite dentro de la iglesia católica; acaso sin ellos pretenderlo, lo que siempre a suscitado recelos. El papa Francisco, con una sólida base científica –es químico- y teológica, no ha sido una excepción, y son conocidos sus desencuentros con el matrimonio Kirchner durante los años en que ha sido arzobispo de Buenos Aires. Es fácil deducir que es precisamente por ello que la presidenta argentina se ha apresurado a hacerse la foto con él, en un esfuerzo por mostrar una cordialidad y una cercanía que nunca existieron. Demagógica y oportunista fue la petición de la dignataria peronista para que el papa abogara por la devolución de las islas Malvinas. Lo que no deja de ser una anécdota; pero ilustrativa.
Al haber sido elegido a los setenta y siete años, no es probable que su papado sea muy largo. Pero son muchos los que esperamos de él el inicio de un profundo proceso de reformas dentro de una institución que muestra signos evidentes de anquilosamiento y que, poco a poco, va perdiendo adeptos incluso en zonas del mundo –la propia Iberoamérica- donde su implantación era absoluta. Es de esperar que Francisco I continúe la labor implacable de su antecesor contra la pederastia dentro del seno de la iglesia, que reduzca el número de miembros de la curia y limite su influencia, y que reconsidere sus posturas anacrónicas ante los métodos anticonceptivos, la homosexualidad, el celibato, el sacerdocio femenino etc.
Hay que esperar que su imagen, cercana y amable, esconda una personalidad firme, dispuesta a liderar muchos e importantes cambios.
Los que somos laicos pero no sectarios, aunque sí muy críticos con la institución, confiamos que con él se abra una nueva etapa.
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