Tenía que elegir entre dos ilustres muertos y no me decidía. Dos columnas necrológicas resultaban un exceso ¿Optaría por disentir con los desmesurados elogios que se han escuchado sobre la “dama de hierro”? ¿O escribiría sobre un icono más cercano, alguien que me resultaba mucho más simpático, a quien ví por última vez hace tres años, con un puro que no le dejaron encender, en un improvisado plató de televisión en los Teatros del Canal? ¿Un animal –o fiera- política, o una artista, Sara Montiel?.
El dilema se resolvió por sí mismo con la noticia “del último saludo” (que no muerte, porque las ideas, que son lo importante, permanecen) de José Luis Sampedro.
Se fue sin hacer ruido el pasado domingo, en Madrid, dejando tras de sí una docena de libros –algunos, como “El río que nos lleva”, “Octubre, octubre” o “La sonrisa etrusca”, de las mejores novelas escritas en España en el último medio siglo- innumerables artículos y, sobre todo, el recuerdo directo de su palabra vertida en numerosas tertulias de radio y televisión, entrevistas y conferencias, a lo largo de más de treinta años. Y fue precisamente en estos debates que empezaron a ponerse de moda a finales de los años setenta, cuando Sanpedro tuvo ocasión de alcanzar una popularidad que, sin molestarle, nunca buscó. Incluso a los que no habían leído un libro en su vida no se les despistaba aquel señor con cara de leprecon, de duende celta a pesar de su 1,90 de estatura, que hablaba de lo necesaria que es la libertad de ideas para poder tener libertad de acción, de lo inútil que es el dinero como ídolo, de lo imprescindible que resulta mirase en el otro y tratar de entenderte para entenderlo y de ayudarlo para ayudarte, y, en fin, de asuntos nada habituales entre los que tratan de adoctrinar desde el púlpito a domicilio de cualquier radio o televisión. José Luis Sampedro no adoctrinaba; hablaba y hablaba bien. Se refería a cosas que llegaban a la gente; a esos que no le leían pero lo escuchaban. El éxito, el cariño de tantas personas, haber sido “popular” en su acepción más genuina, se debe a su capacidad para comunicar ideas sencillas, que todo el mundo entiende, con un discurso directo, nada retórico, dirigido a esa parte íntima del cerebro que llamamos “corazón”.
José Luis Sampedro se ha convertido en un referente moral sin él pretenderlo. Conectó con los jóvenes porque su espíritu siempre tuvo el candor, el idealismo y la pureza de ideas que suelen –o solían- caracterizar las primeras décadas de la vida. Admirable capacidad la suya para mantener y acrecentar con la experiencia valores y sentimientos que en otros, en la mayoría, se marchitan con los años. Pero esa rara cualidad nada tenía que ver con la repetida ñoñez de “mirar al niño que todos llevamos dentro” y cosas parecidas. A sus noventa y muchos años se sabía viejo, reviejo, y no jugaba, como algún otro escritor “de reconocido prestigio” y cada vez más insufribles intervenciones en los medios de comunicación, a teñirse las canas y alardear de ‘enfant terrible’. No tenía que referirse constantemente a sí mismo para que gentes de todas las edades y de cualquier nivel de formación lo escucharan igual de atentos. Llegaba a todos porque era un maestro; alguien que interpretaba en palabras mucho de lo que sentimos y no llegamos a expresar.
Hubo quienes le criticaron cuando prologó el libro- panfleto “¡Indignaos!”, del pensador y político francés Stephan Hessel; para muchos el detonante del movimiento ciudadano conocido como 15M. Sampedro en estado puro; uniéndose, sin pensárselo dos veces a la protesta de otro anciano contestatario. Y por aquello de “si no quieres caldo, dos tazas”, al heterodoxo catedrático de economía no sólo no le arredraron las críticas y el alzamiento de cejas de otros premiados novelistas, intelectuales e ‘intelectualoides’ adictos al régimen –el que fuere- sino que escribió un capítulo completo de un libro conjunto que continuaba la línea de Hessel, “Reacciona”. Para que quede claro.
La metáfora del río que nos lleva “hacia la mar, que es el morir” fue empleada por Jorge Manrique en uno de los más bellos poemas de la poesía castellana. Hace dos años, en una magnífica entrevista firmada por Luz Sánchez Mellado en El País, el viejo profesor la empleaba refiriéndose a sí mismo, a una muerte intuida ante la que no sentía temor. “Ya noto la sal”, dijo.
Morir a los casi cien años, un día de fiesta, junto a la persona que amas y que te ha acompañado hasta aquí, tras haber bebido un granizado de Campari, dando las gracias a todos, es mucho más que una manera elegante de morir: se trata de lo que cabía esperar de José Luis Sampedro. No hay sorpresas.
Y a nosotros, ahora que el maestro se ha ido, nos queda el resto del tiempo para leer sus obras y recordar sus palabras.
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