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Etiquetas | Poesía

En la senda del ensordecedor silencio

Es el incienso espontáneo que todo lo solemniza, hasta lo más trivial
Pedro Luis Ibáñez Lérida
jueves, 11 de abril de 2013, 10:58 h (CET)
Cuánta luz. El día se abre en la orfandad herida. Amaneció con la veladura de sutil gasa de niebla. Fue desperezandose lentamente hasta desvelar el aroma del día. La odorante flor de azahar es caricia entre las púas del naranjo amargo, tan prolífico en esta ciudad. Regreso a casa, tras la primera jornada de celebración del Centenario del traslado de los restos de los hermanos Bécquer de Madrid a Sevilla. Con una sencilla y emocionante lectura pública, abierta y participativa de los ciudadanos sobre la obra de Gustavo Adolfo Bécquer, para honrar su memoria y la de Valeriano, su hermano. El Panteón de Sevillanos Ilustres, que se encuentra en las instalaciones universitarias de la Facultad de Bellas Artes, ha acogido esta cita. Equidistante de convocatorias elitistas, la voz del poeta se ha hecho pálpito y carne en la de sus paisanos. Cierto regusto recorre mi pensamiento. Se manifiesta en los labios con una leve sonrisa. Ando absorto. Aún con el placer de haber compartido una hermosa jornada junto a amigos como Pilar Alcalá y Agustín Galindo Pozo, de la asociación Con los Bécquer en Sevilla, el periodista y novelista Guillermo Sánchez o Rocío Biedma, poetisa que viajó desde el insondable océano de olivos que es Jaen.

En mi vuelta, la fragancia de azahar es más intensa. Es el incienso espontáneo que todo lo solemniza, hasta lo más trivial. El poeta sevillano describía en la tercera de las Cartas desde mi celda, el lugar de estancia en el que prefería que reposara su cuerpo, "Después de remontado el sol, sus rayos la dorarían, penetrando tal vez en la tierra y abrigando su dulce calor mis huesos. En la tarde, y a la hora en que las aguas del Guadalquivir copian temblando el horizonte de fuego, la árabe torre y los muros romanos de mi hermosa ciudad, los que siguen la corriente del río en un ligero bote que deja en pos una inquieta línea de oro, dirían, al ver aquel rincón de verdura, donde la piedra blanqueaba al pie de los árboles: «Allí duerme el poeta.» (...) y, concluido mi papel de hacer bulto, meterme entre bastidores sin que me silben ni me aplaudan, sin que nadie se aperciba siquiera de mi salida (...) Ello es que cada día me voy convenciendo más que de lo que vale, de lo que es algo, no ha de quedar ni un átomo aquí.". Este deseo, finalmente, no se cumplió.

A qué viene esta tristeza. Nos mandaría, sin duda, profesar el canto esperanzador de la indignación. Nos miraría serenamente, sin reproches, pero instigando la rebeldía frente al pesaroso e indigesto marasmo en el que nos encontramos. Hoy, su muerte, me ha evocado a aquel amigo que me regaló un hermoso libro. La vida hay que vivirla. Qué obviedad. Pero también en su atropellado metraje, las pérdidas conforman el equipaje que dejamos en consigna. De una u otra manera, siempre nos acompañan. La sonrisa etrusca vino conmigo, desde que aquel amigo me lo prestó. El abuelo, con las horas contadas por el cáncer que padece, despliega su máxima vitalidad y ternura hacia Bruno. Salvatore Roncone reconsidera su propia actitud cuando descubre a su nieto, un amor en visperas de la muerte y la ciudad como fuente inagotable de nuevas vivencias. Mi amigo se perdíó en la vorágine vital, al igual que el campesino calabrés. Quién sabe donde andará. Quizás vuelve ahora, inesperadamente, para revivir en el azaroso encuentro que nos depara el óbito del autor, que hizo vínculo a través de esta hermosa obra. Amigo y autor han desaparecido. Con ellos la estirpe de un tiempo que no conocería a este otro que nos aprieta hasta provocarnos la asfixia. "Somos naturaleza. Poner el dinero como bien supremo nos conduce a la catástrofe". Como Bécquer, José Luis Sampedro abruma por esa personalidad que envuelve al propio hombre en una estela diferenciadora. Más, si cabe, porque abogan por la discreta ausencia y la muda elegía. Ya ceniza, gritó su ausencia más que el rancio boato. Incólume principio de disolución en la absoluta nada. Insobornable ese análisis tan directo, "Esto se acaba por degradación moral. Hemos olvidado justicia y dignidad". Lo recuerdo en la edición de la Feria del Libro de Sevilla de hace unos años.

La actitud de un joven resuelto encerrado en el cuerpo de un anciano. Estremecía verle levantarse, no sin cierta dificultad, de la mesa que compartía con otros autores, por el puro y gentil gesto de saludar en actitud digna a quién se le acercaba. Ese ejercicio de refinada educación no reunía convencionalismo en su hábito. Era el deseo expreso de ser igual al otro, a su semejante, de estrechar la mano en igualdad de condiciones. Murió hecho ceniza. Antes que ninguna tentación pudiera motivar romper el silencio que lo envolvió como mortaja. El sur acoge a Bécquer. "El sur es un desierto que llora mientras canta", diría Luis Cernuda, que en este año se cumple el 50 aniversario de su fallecimiento en el exilio. Pensé esta mañana en la reflexión poética, tan obstinadamanente enigmática y bella, "¡Dios mío, qué solos / se quedan los muertos!", e inmediatamente me asaltó el cálido abrazo de sus respectivas obras. Pedro Luis Ibáñez Lérida

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