Un término que se introdujo en la política durante la Argentina de los años 90 hace temblar a la casta política española: escrache. El vocablo al menos ha unido a populares y socialistas que ven en este modelo de protesta ciudadana una vulneración de derechos.
La palabra se refiere a una manifestación pacífica que consiste en perseguir a los líderes políticos en sus lugares de trabajo y domicilios a modo de protesta y denuncia. La situación ha supuesto una pesadilla y un dolor de cabeza para la clase política, y no es para menos, si tenemos en cuenta lo que supone llegar a casa y verte la pared con carteles y pintadas, que un grupo de personas te incordien en el día a día, o en los actos oficiales, además de ver tu rostro en pancartas donde lees: corrupto, ladrón, prisión, etc.
He dicho muchas veces que no encuentro justificación alguna en el acoso a nadie por su condición de personaje público, sea o no político, ni me parece un argumento decir que la difamación, insulto y persecución vaya implícita en el sueldo. Hay que diferenciar la vida pública de la privada, y los cauces legales están para algo, aunque sean poco efectivos, lentos y nunca a gusto del ciudadano.
Tampoco son de recibo las declaraciones de algunos dirigentes políticos en las que llaman “perroflautas” a los escraches, porque en esos grupos hay también hombres y mujeres que antaño trabajaban, cotizaban a la Seguridad Social, pagaban su hipoteca, recibos y deudas, pero ahora se han visto abocados a protestar ante una situación que los ha dejado en la pobreza y que ellos no han creado.
Por otro lado, así como digo que el sueldo del político no incluye su asedio, persecución o cacería, si debe llevar incluido cierta dosis de responsabilidad, obligación, trabajo, dedicación y servicio social; y no la malversación, el despilfarro, la prevaricación, el robo y la sustracción de fondos públicos que vivimos en España tanto desde el Gobierno central, pasando por los autonómicos, provinciales y municipales.
El sueldo puede acarrear la posibilidad de incentivos que valoren una gestión saneada y basada en el beneficio general y no en el particular, así como también contemplar la posibilidad del despido, la incapacidad para ejercer en la función pública o la cárcel si fuere el caso.
Así que, ante tanto delincuente político, un poco de ciudadano rebotado tampoco está mal, ya que por el momento, los políticos, líderes sindicales, grandes inversores o mediocres alcaldes no temen a la Justicia, y la mano de Dios parece estar en la lista del paro.
El debate en torno al «desencanto» de la ciudadanía acompaña a la política desde hace muchos años. En Alemania se manifestó con fuerza al final de los 80, antes del comienzo de las decepciones de la reunificación. En la actualidad, el desencanto se manifiesta sobre todo por cosas como la entrada en el poder de partidos o coaliciones del ala más a la izquierda, el odio permanente en las redes sociales, y la polarización.
El pasado nueve de enero falleció en Bogotá Manuel Elkin Patarroyo. La noticia me saltó esa misma tarde y cuando llegó la hora de los noticiarios, encendí la televisión con la seguridad de que darían cuenta del suceso y así poder conocer más detalle del luctuoso acontecimiento. Para mi sorpresa, ni ese día ni en los siguientes se dio cuenta alguna del hecho; tan solo, si acaso, algún breve apunte en los diarios digitales.
El escenario político del Paraguay enfrenta desafíos colosales, no solo por la carga de escándalos internos, sino también por el impacto de figuras internacionales como el Presidente Donald J. Trump, cuya reemergencia en la política global plantea retos geopolíticos y económicos significativos.