Con frecuencia empleamos palabras nuevas para designar acciones o cosas que no son nada nuevas. Últimamente nos invade una muy fea, cacofónica, que se repite y repite en tertulias radiofónicas y televisivas y en las columnas de los diarios y que, pese a quien pese, ha tomado la calle. Me refiero al “escrache”. Ha venido de la mano de la insatisfacción y la desesperación que produce ver cómo la “clase política”, y muy en particular el partido que nos gobierna, muestra una insensibilidad casi tan grande como su falta de cordura para abordar temas urgentes, del día a día, que agobian a buena parte de la sociedad española.
El “escrache” es, creo, la respuesta airada de algunos ciudadanos que, inermes, no se resignan a quedarse en casa cruzados de brazos, viendo cómo se ningunean sus derechos. Salen a la calle en grupo e increpan al político de turno, acosándolo a veces hasta límites difíciles de soportar, no dejándolo ni a sol ni a sombra, esperándolo a la puerta de su casa o de la oficina, a la salida de un cine o de un restaurante o cuando saca a pasear al perro. Se trata de un acoso y, como tal, molesta a los que lo padecen.
Hasta ahí el feo neologismo nombra una acción incómoda y perturbadora, tanto para los que la sufren como para los que la ejecutan. Nadie puede pensar que decenas de personas que se congregan para llamar por las bravas la atención de un político no tienen cosas mejor que hacer o que disfrutan con ello. El “escrache” es la respuesta a una situación injusta, ante la que el ciudadano no encuentra una salida razonable. Equivale, de cierta manera, a agarrar a alguien de la solapa y zarandearle; a decirle: “!Eh! Que estoy aquí. Que tu eres mi representante y no puedes ignorar por más tiempo mis derechos a la vez que me exiges sacrificios y me aconsejas votarte cada cuatro años”
El principal problema que plantean estos brotes de ira popular, generalmente justificada, radica en encontrar un casi imposible punto intermedio en el que el increpado se sienta incómodo –de eso se trata- sin que terceras personas, ajenas a la cuestión, se vean afectadas. La reacción airada pierde toda su legitimidad cuando se recurre al insulto, la vejación, la violencia y el hostigamiento. Hallar el equilibrio, la dosis justa, es muy difícil, ya que el grupo, aunque unido circunstancialmente por una causa común, es muy heterogéneo y junto a gentes pacíficas que sólo buscan despertar ciertas conciencias adormecidas, habrá otros que persigan un linchamiento verbal (en el mejor de los casos) como válvula de escape a sus frustraciones vitales. Es evidente que estos últimos son los que lo estropean todo e invalidan con su actitud el carácter de la protesta, dando alas a quienes tratan de coartar la libertad de expresión y de manifestación.
Durante las pasadas semanas ciertos medios de comunicación se han dedicado a desprestigiar la labor de la plataforma “Stop! Deshaucios”, acusándola de sectaria, violenta e incluso afín a grupos terroristas. Todo un despropósito, teniendo en cuenta que lo que anima a dicho grupo no es un ideario político sino la defensa de los más débiles. Y los enemigos de la libertad –que sigue habiéndolos, y muchos, dentro y fuera de nuestro país- no van a desperdiciar la ocasión de vetar con las leyes que promulguen a los que les afeen la conducta en lugares públicos. Limitarán todo lo que puedan el número de personas autorizadas a congregarse en un lugar. Sancionarán las convocatorias a través de las “redes sociales” con multas disuasorias e incluso penas de cárcel. Adaptarán la figura de “desacato” como manto protector de simples diputados o concejales. Nadie podrá decirles ni “mu” en público.
El “escrache” chirría como su nombre en los oídos. Entorpece la labor legítima de desobediencia civil: un concepto tan aniquilador como pacífico, que, aplicado con paciencia –como bien sabía Gandhi- puede derribar hasta imperios.
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