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El corazón del lobo

Rafael Soler domeña la intrahistoria de los personajes en los que se agolpan todo el pulso vital
Pedro Luis Ibáñez Lérida
jueves, 25 de abril de 2013, 07:37 h (CET)
La observancia de la literatura es desencantadora. Esta apreciación personal no es consecuencia de la calidad de las obras que se publican, el volumen de las mismas, que excede la racionalidad, o la creciente animosidad lectora por consumir reclamos editoriales. Se trata del arrebato biográfico de los propios autores. La interpretación vital de los hechos que protagonizamos, son más que importantes para desentrañar cualquier enigma. Y la literatura lo es. Un enigma que sólo se desvela si no somos conscientes de su existencia. Es decir, si reconocemos que la vida esta ahí, imbricada en el texto, nos agarra por el cuello de la camisa y eleva hasta no tener pie. Paul Klee, el pintor alemán, afirmaba que "Lo principal no es comenzar a pintar precozmente, sino ser primeramente un individuo. El arte de dominar la vida es el requisito previo para todas las demás formas de expresión, ya sean pinturas, esculturas, tragedias, o composiciones musicales". Rafael Soler domeña la intrahistoria de los personajes en los que se agolpan todo el pulso vital del que son acreedores. La referencia temporal de la Semana Santa, en la que se desarrolla la trama, nos aproxima a esa pasión contenida en la que el amor se consagra en la pérdida y en el que no existe resurrección. El distanciamiento en la relación marital y convivencial, sirve de pretexto al autor para, a modo de miradas retrospectivas, entretejer una línea argumental de incesante torsión. La narración es un documento del cansancio contemporáneo en el que nos encontramos inmersos. La apreciable y dolorida sensación de insatisfacción ante el porvenir.

El corazón del lobo se reedita transcurridos treinta años desde su primera edición. En Cartas a Théo, la comunicación epistolar que mantenía Vincent Van Gogh con su hermano, se hallan pasajes de la ascendencia de la literatura en aquél. Recoge la exhaustiva clarividencia que el pintor poseía sobre la relación entre el ser creativo y humano. Y que describe con pensamientos como este: "He seguido reflexionando sobre el tema de nuestra conversación e involuntariamente he pensado en las palabras «somos lo que éramos ayer». Esto no significa que se deba marcar el paso y no tratar de desarrollarse, al contrario, hay una razón imperiosa para hacerlo y encontrarlo.Pero para seguir fiel a esa palabra, no se puede retroceder, y cuando se ha empezado a considerar las cosas con una mirada libre y confiada no se puede volver atrás ni claudicar". Esta obra es principio de ello. De ahí que su escritura no haya perdido un ápice de cohesión, solidez e indagación y que, ahora, resplandezca sin alharacas ni mentideros. Sin apoyaturas o miriñaques mediáticos. En estado puro. Tal como fue. Tal como es.

Rafael Soler reafirma en esta obra lo que ya concretó paradójicamente en el silencio literario que ha mantenido más de veinte años: el poso de una literatura tan soberbia como excitante, que impregna al lector desde el mismo instante que pisa su territorio. La singular peculiaridad de su literatura se hace manifiesta en detalles como ese saber titular los capítulos y episodios que marcan el descenso a la soledad más depredadora del ser humano, de la que la obra hace solícito empeño. A ello se le une una poderosa y enfática fórmula de orientar el texto. La estructura profunda y superficial de los personajes se alinean como los caminos de hierro, en dirección paralela. Entre ambas un lenguaje que retuerce el convencionalismo descriptivo y lo hace sinestésico.

La preponderancia en vincular los procesos psicológicos de los personajes con elementos circunstanciales que denotan el proceso de decadencia y derrota que sufren. El autor de Las cartas que debía, transfiere el pálpito poético de su faceta como bardo para insuflar a esta novela el vigor narrativo no como abstracción de la realidad sino como la vida misma, en plena pugna. La voracidad contemporánea en desposeernos de valores y habituarnos al nomadismo emocional y afectivo, se ve reforzado por el constante retorno al pasado y al edén de la infancia. El autor valenciano nos indica, no sin cierta compasión, el vacío desolador en el que nos hallamos. Quizás su propia actitud literaria equidistante, tras dos decenios de voluntario mutismo, como apuntaba anteriormente y ante el advenimiento de lo superfluo y fútil, exprese con mayor y mejor determinación, su personal estilo preñado de fecunda, certera y acerada verticalidad, que hurga en las estancias deshabitadas del alma.

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