Hay días que quedan marcados por un hecho, un paisaje, una visita inesperada o por una frase. A veces, con el paso del tiempo los grandes acontecimientos pasan inadvertidos y recordamos con magna claridad una palabra, frase, mirada o el roce de una caricia que parecía pasar desapercibida y desvanecerse en el recuerdo, detalles de días que se presentaron como aburridos, ordinarios o simplemente comunes.
El pasado fin de semana, un amigo me invitó a una charla de esas que buscan completar facetas del ser humano a través del estudio y la reflexión. Todo aquello que tiene que ver con la educación integral del ser humano me interesa, seguramente por mi formación y labor docente. Además, ahora me puedo permitir el lujo de asistir a aquello que me interesa o me anima la curiosidad sin estar sujeto a una mejora del currículum académico, de la formación específica o con el objetivo de puntuar en unas oposiciones, tan sólo, aprender por el simple valor de aprender, en conclusión, a esas que asistes porque te da la gana.
El señor hablaba de valores, filosofía, formas de vivir y compartir, todo ligado al concepto de felicidad. El ponente mezclaba con armonía datos históricos, objetivos y académicos con anécdotas personales, algunas de las cuales parecían historias inventadas que ilustraban bien un concepto, término o explicación, además, de vez en cuando dejaba escapar una broma.
Aprecié sobremanera el esfuerzo que hacia por mantenernos enganchados a sus palabras, ya les digo, que es más difícil motivar que enseñar, si un docente o ponente motiva al final enseña. Llegados al ecuador del curso, el profesor se detuvo y entretuvo hablando de cómo cada día quería más a su mujer, la conversación era más o menos llana, hasta que al finalizar la misma dijo que su esposa había fallecido hacia cuatro años, y que a pesar de ello era feliz, inmensamente feliz, remarcó.
Supongo que tras la charla fui consciente de aquellas palabras, pero se equivocan, lo que me llegó, era recordar el ímpetu, la energía y la felicidad que desprendía al narrar aquello, más tarde recordé amigos cuya enfermedad decidió ponerles fecha de caducidad y que a pesar de ello viven o vivieron como si aquello no fuese con ellos, padres que sobrevivieron a la muerte de un hijo, un nieto, etc.
Claro que hay lágrimas, y gritos callados de rabia, de soledad, de impotencia, pero con todo ello, ríen y disfrutan de la vida. A veces, nos acomodamos tanto en el dolor, que pretendemos convertirnos en trovadores de esa enamorada platónica o nos recreamos en la compasión que despertamos en los demás, y en lugar de cambiar nuestra situación pretendemos que el resto nos entienda y compadezca. Así que recordé aquellas palabras de mi abuela que decía “que Dios no nos dé a tocar todo lo que el cuerpo puede soportar”, con lo que simplemente venia a decir, que el problema no es problema a no ser que te empecines en abordarlo como un problema y no como un reto.
|