Tres islas perdidas en las aguas cálidas del Caribe a pocos kilómetros de la costa de Nicaragua se preguntan de dónde son. El arranque de este artículo podría parecerle absurdo, algo exagerado, pero en el fondo así se sienten las islas de San Andrés y Providencia.
Estas perlas que constituyen el único departamento marítimo de la nación colombiana se repone de un fallo de La Haya que acabó el 19 de noviembre del 2012 con una gran parte de su territorio marítimo: cerca de cien mil kilómetros cuadrados de mar que acabaron en manos del gobierno nicaragüense.
La noticia surgió primero como una victoria. Los pitidos alegres de los vehículos en las calles de Colombia recordaron el desenlace de algunos partidos legendarios del equipo nacional, cuando Valderrama hacía temblar la defensa de los grandes equipos del continente, y el motivo era entendible: el archipiélago más caribeño de Colombia mantenía su identidad. Las exigencias de Nicaragua, que en 2001 presentó una denuncia en la Corte de la Haya para reclamar el control de todos los territorios al oriente del meridiano 82, había recibido una respuesta negativa.
Y sin embargo, unas horas después del anuncio, cuando ya la euforia se había disipado, los comentarios más críticos afloraron. Colombia salió de repente de su apasionamiento y de su felicidad para abrazar la realidad con una cierta amargura: el país había mantenido el control sobre sus islas pero había perdido más del 40% de su territorio marítimo. Algunos titulares de El Tiempo y de El Espectador, periódicos de máximo difusión en el país sudamericano, ilustraron esa desazón: “El fallo de La Haya fue un fraude”.
De repente, y como suele ocurrir en estas situaciones, los mensajes acusatorios se cruzaron. Cada una de las presidencias que se sucedieron en los últimos 13 años –Pastrana, Uribe y Santos– salieron a defender su gestión y lanzaron otras indirectas que aportaron algo de confusión al asunto. Ante este espectáculo desazonador, el único partido de oposición (el Polo Democrático Alternativo) también quiso añadir una capa anunciando durante la celebración de los 502 años de la fundación de San Andrés la radicación de una denuncia para el enjuiciamiento político de los tres presidentes.
Hazel Robinson, rostro literario del Caribe colombiano.
La indignación era notable en todos los sectores políticos y recordaba el humillante e indeseado episodio de la pérdida de Panamá a principios del siglo XX. Por eso, la salida del Pacto de Bogotá –o Tratado Americano de Soluciones Pacificas–, que regula las cuestiones territoriales en el continente latinoamericano, fue anunciada de manera expeditiva pocos días después, a finales de noviembre, por el presidente Juan Manuel Santos con el fin de bloquear nuevas demandas de Nicaragua y de otros países vecinos.
Había que exponer el malestar del gobierno, demostrar que Colombia sabía defender sus intereses, pero lo cierto era que poco o nada podía contener las expresiones de abandono y de rabia que manaban del archipiélago de San Andrés y Providencia: un conjunto de islas antillanas que, si bien atraen a miles de turistas anualmente, lleva consigo el sentimiento de haber sido relegadas a un segundo plano desde la época colonial.
El representante a la Cámara de San Andrés y Providencia, Jack Housni, fue uno de los primeros en manifestar su inconformidad y responsabilizar a los que lideraron el proceso de defensa de hacerlo a escondidas, sin consultar a los lugareños. Según él, la defensa se “manejó en secreto, sin un propósito de país, y sin presencia de la población de la isla”.
Por otro lado, el congresista sanandresano sostuvo que el gobierno colombiano había desatendido sus fronteras y explicó que la prioridad debía ser la reconstrucción de un sentimiento nacionalista. “La Nación se construye desde sus fronteras hacia el centro y Colombia no lo ha hecho”.
Pero las expresiones de desaliento más elocuentes se encuentran en el sector cultural del archipiélago de San Andrés. Hazel Robinson, una de las escritoras más representativas del Caribe colombiano, conocida por su columna en El Espectador (donde retrataba la sociedad de su isla), recorrió con el apoyo del Banco de la República varias ciudades de Colombia para exponer la realidad de un archipiélago poco conocido en la parte continental.
En esas conferencias, la escritora hizo un recorrido por su obra: tres novelas que ensalzan la vida cotidiana en el San Andrés de principios del siglo XX y reconstruyen los efectos desoladores de la esclavitud en el tejido social.
Más adelante, cuando los pormenores de su literatura ya han sido abordados, la pregunta de la audiencia es inevitable. “¿Qué piensa usted del fallo de La Haya?”. En ese momento, Hazel Robinson retira sus gafas y suspira. El dolor y la incomprensión vivida por los sanandresanos se hacen patentes. Es difícil explicar un sentimiento que crece y pervive en la soledad de un archipiélago.
“Mi concepto personal sobre el fallo es imperdonable –clama la escritora visiblemente inconforme–. Y ahora que llegue el gobierno colombiano a entregar regalitos como Niño Dios me parece horrible. El gobierno ofreció 700 becas a jóvenes. ¿Pero qué harán estos jóvenes en un futuro? No podrán quedarse en la isla”.
Hazel Robinson critica la poca inversión educacional de las últimas décadas, los altos índices de desempleo y la nula atención de la capital (Bogotá), pero le incomoda sobre todo las reacciones demasiado tardías. Esas reacciones que demuestran imprevisión y liviandad. San Andrés y Providencia representan para la opinión pública poco más que un lugar para relajarse. Sólo aparecen en los medios de comunicación cuando una estrella de cine decide pasar unos días por allá, o bien, como es el caso aquí, cuando se le arrebata gran parte de su dignidad.
Finalmente, la autora quiere emitir un mensaje de aliento. Se aferra a la ilusión, reafirma la calidez de su tierra, invita a todos a visitarla para entenderla y ayudarla de manera sostenible, pero siempre con la franqueza que la caracteriza. “¡No sirvo para decir mentiras!”, expresa calmamente mirando al público.
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