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La dosis del veneno

El fracaso escolar es un síntoma de debilidad social
Pedro Luis Ibáñez Lérida
viernes, 31 de mayo de 2013, 07:39 h (CET)
El reciente fallecimiento del director cinematográfico José Luis Borau, dejó vacante el sillón B de la Real Academia Española –RAE-. La función social del lenguaje y la institución que lo aglutina, estudia y difunde en España, constituyen un sólido edificio. Cuya arquitectura se reconoce en la asunción de frescura, vivacidad y contemporización con los signos actuales. Eso sí, sin olvidar la magistral y titánica obra de María Moliner. Un trabajo nunca lo suficientemente reconocido y valorado. Aurora Egido Martínez, experta en la literatura del Siglo de Oro, será su sustituta. Si con Cervantes, ya entrado en años, la novela tomó un giro copernicano en las aventuras y desventuras de Alonso Quijano. No lo fue menos con la propia lengua a la que insuflo el vanguardismo que persigue a este género y cuya vigencia es perenne.

En el pensamiento del soldado de Lepanto aún no se sostenía la elucubración de su obra. Pero la excepcional experiencia biográfica que atesoró, le permitió abundar desde las oscuras y malolientes tabernas, al servicio de la administración del estado, no sin pasar por la milicia sirviendo a don Juan de Austria. Designar a esta catedrática es una actitud resistente, aunque testimonial, del retrógrado acertijo en el que se encuentran las Humanidades. Restar presencia de las materias que la integran y del profesorado que las imparte, es una quiebra que, precisamente, no favorece recuperar los valores que, actualmente están en crisis.

La educación sometida no es educación. El fracaso escolar es un síntoma de debilidad social. Y la carencia de proyecto pedagógico y didáctico vislumbrado en el tiempo, es deambular sin rumbo fijo. Las garantías que ofrece la educación no es comparable a ninguna otra demarcación social. Posee rango superior por la categorización de un principio social imbricado a la libertad. Los cortocircuitos educativos de los proyectos habidos hasta ahora, son producto de una absoluta carencia de convicción política en la grandeza única y excepcional de la educación como fenómeno transformador. Al margen de la insistente y machacona instrumentalización, en cuanto a que se convierta en un mero pasaporte a la actividad laboral o al desempleo. Veamos si no lo que les ha servido el nivel de excelencia a los investigadores que son aceptados por otros países, cuando aquí se les niega becas para la continuación de estudios o fondos para consolidar las investigaciones. Su trasfondo es otro. La materia del pensamiento nos hace seres trascendentes. Somos idea y espíritu pero también acción y decisión.

La triste elocuencia de los principios sobre los que el gobierno plantea la reforma educativa es, sencillamente, una respuesta a su propia impotencia. Similar al caso de las preferentes: el mejor cartel que disponían los bancos y la indecente y cruda realidad a la que han abocado a miles de personas. Al final la conversión es pobre, deficitaria e inicua. Como lo es el contexto en el que se inicia el nuevo proyecto de ley sobre educación. No me refiero a lo evidente. La falta del consenso no le preocupa la gobierno. En la democracia el consenso es un añadido falaz. Es un balance entre mayorías y minorías. Nada más. La incuestionable mayoría absoluta del Partido Popular –PP- le autoriza a imponer su criterio. Aunque ese criterio, Como así estamos viendo, sea el del sometimiento. Sitúa a la educación en el punto de mira más intencionado. Y este es el que asume como afán nacional su idea, su plan, sus intereses. Nada más. Y que no son otros que subvencionar a colegios que segregan por sexos, la medición científica de los resultados obviando la integración y otros factores complementarios, el despido de profesores interinos y aumento de la jornada laboral, que se siga incorporando la religión como asignatura, que se cobre por el servicio de comedor. Son la parte de un todo destinada al fracaso institucional. Ya que, según la oposición, derogará en su improbable retorno al gobierno. Y que no es más que lo hasta ahora se ha hecho de una y otra parte: “Yo impongo, tú impones; yo derogo, tu derogas”.

La capacidad de un país se mide por el grado de convivencia que logra cohesionar. Su componente cultural y educacional es producto de todos y cada uno de sus ciudadanos. La familia y la vida social construyen una realidad. Aquélla es el primer basamento de integración y construcción psicológica del individuo. A continuación la piedra de toque es la interrelación de éste con el medio y sus iguales. La educación interacciona para contribuir a la dinamización de la convivencia. La degradación de ésta es fruto, en cierta medida, del fracaso de aquélla. En el panorama actual la figura del filósofo Sócrates y la fidelidad de su pensamiento frente la asunción de las normas sociales sin desdeñar su propia libertad, constituye un paradigma del ser educado. Como en su caso, con la cicuta que acabó con su vida, tras el juicio y la pena de muerte a la que fue condenado, la actualidad nos administra una dosis del veneno que lentamente inmoviliza nuestro sentido crítico.

El nivel de corrupción es de tal extensión y profundidad, que lo que realmente apabulla es la falta absoluta de escrúpulos, la exculpación de los responsables políticos y agentes sociales y la atosigante sensación de que llueve sobre mojado, porque no existen indicios de regeneración. De ahí la radical importancia de las Humanidades como basamento de la escala de valores que debe permanecer incólume para apuntar un camino de esperanza y transformación social.

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