A veces uno se harta de escribir comentarios necrológicos y este no lo es, de momento. Nelson Mandela vive, aunque su salud es muy frágil desde hace tiempo y, en cualquier momento, puede suceder que, con su paso definitivo a la Historia, millones de personas repartidas por el mundo notemos una especie de orfandad espiritual; una ausencia que, se me ocurre, quizá pueda equivaler a la que en su día sintieron tantas personas que se identificaron con los ideales del gran Mahatma Gandhi.
Y no es que trate ahora, atropelladamente, de equiparar a ambos personajes. Sus circunstancias vitales fueron muy diferentes y la forma en que desarrollaron sus ideales también lo fue. Y, sin embargo, hay varios factores que los hacen coincidir: tanto Mandela como Gandhi actuaron contra una situación social injusta. El primero desde un planteamiento casi exclusivamente político; el segundo, siguiendo una senda filosófica marcada por el Bhagavad-Gita, uno de los libros sagrados del hinduismo. Y orientándose con brújulas tan distintas, los dos habrían de confluir en un punto: la voluntad de liberar a su pueblo de un yugo.
Mandela consiguió, tras muchos años de férrea oposición y una larga temporada de su vida pasada en la cárcel, liberar a su pueblo de una de las lacras más lamentables que pueda padecer país alguno: el “apartheid”, la segregación racial impuesta por una minoría. En el caso de Sudáfrica esta situación era el resultado de una herencia colonial manchada de sangre, que había elevado la maldad y la injusticia a principios rectores del Estado.
Gandhi combatió con el arma incruenta de la razón la presencia onerosa de una potencia extrajera que, desde hacía varias generaciones, se había adueñado del subcontinente indio, sus gentes y sus recursos. Y tras muchos años de plantarle cara al imperio cubierto con un “dothi”, acompañado por una cabra y muchas horas de ayuno, él y sus innumerables seguidores se salieron con la suya: en 1947, la India se libraba de los grilletes británicos. Poco tiempo después, el Mahatma moriría a manos de un fanático; pero su labor estaba cumplida, aunque apenas tuviera tiempo para contemplarla.
Nelson Mandela, influido en su juventud por la actitud de “resistencia pasiva” del líder espiritual indio, tuvo más tarde algún devaneo con la idea de recurrir a la lucha armada para liberar a su pueblo de la opresión. Fue durante la década de los años 50, cuando el Mau-Mau perpetraba acciones terroristas contra los colonos de Kenia. No obstante, en el caso de Mandela esto no pasó de ser una posibilidad teórica que no se llevaría finalmente a la práctica. Y esta actitud de rechazo a la violencia le costó su segundo matrimonio (Winnie Mandela era una destacada activista y guerrillera) a la vez que no impidió que las autoridades lo arrestaran bajo el cargo de terrorismo y lo confinaran en prisión durante veintisiete años. Desde la cárcel se convirtió en un indiscutido líder de la lucha por la libertad, la democracia y la defensa de los derechos humanos.
Esa constancia, esa fe en una causa justa, dio sus frutos cuando, a comienzos de la última década del siglo XX, el régimen racista de Sudáfrica, agobiado por la presión internacional y la oposición interna auspiciada por el liderazgo ideológico de Mandela, desapareció definitivamente. Y se convirtió en el primer presidente elegido democráticamente en su país.
Él, como Gandhi, había alcanzado su meta; que no era otra que la de la justicia y la libertad.
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