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La suerte de Bretón

La mayor razón que sostengo para inculpar a Bretón es "esa pauta anómala de su comportamiento"
Abel Ros
lunes, 24 de junio de 2013, 11:03 h (CET)
Una vez al mes, en la calle Cervantes de Madrid, se reúnen padres y madres provenientes de diferentes puntos del país. Gregorio, María, Andrés... buscan en el testimonio del otro, el aliento de sosiego que años atrás les arrebató la vida. A través de la palabra ilustran - los reunidos - cómo luchan cada día en la búsqueda de sentido a su golpeada biografía. Todos los presentes comparten el dolor por la pérdida de sus hijos. Cuenta Gregorio que aquel fatídico día - se refiere al día que falleció su Francisco - le llamaron al trabajo para decirle que su pequeño todavía no había llegado al colegio.
A los pocos minutos, otra llamada, con un "número muy largo", le avisó de que su hijo estaba ingresado en estado grave con pronóstico reservado. Desde el día de su entierro - hace ahora cinco años - cada vez que me levanto y veo su cama vacía -dice este padre de ojos apagados- no puedo resistir el impulso de acercarme a la almohada y darle el beso de "buenos días". El mismo beso que durante diez años le di a mi retoño antes de irme al trabajo. María, en el momento que comienza a hablar sobre Jesús, no puede evitar mostrar la fotografía de su hijo. La misma foto que se hizo con él en el Oceanografic de Valencia, el día de las fallas. Una enfermedad - nunca nombra la palabra cáncer - se llevó de mis brazos la alegría que reinó los pasillos de mi casa durante sus cinco años de vida, sentenció María.

Por mucho tiempo que transcurra - dice Andrés, un padre de Alicante - el dolor por la pérdida de un hijo es irreparable. Es como una espina clavada en lo más profundo de tu ser. Una espina que ningún cirujano te puede extraer y cuyo dolor, no hay medicamento puede paliar. Nunca entenderé la actitud de Bretón. No la entenderé porque las emociones son universales. La ira, la tristeza, el miedo... son las mismas aquí, en África y en Pekín. Cambian los valores culturares, cierto, pero el sustrato emocional que nos identifica como animales sigue perenne en el ADN de los humanos. Tanto el perro como el gato muerden y arañan cuando alguien los separa de sus crías. ¿Cómo es posible? - se pregunta Andrés - que este señor - se refiere al padre de Ruth y José - muestre tanta frialdad ante la desaparición de sus hijos y nosotros - los presentes - no podamos ni pronunciar el nombre de los nuestros sin perder el poco aliento que nos mantiene vivos. ¿Cómo puede un ser de carne y hueso - como ustedes y yo - acercase a la hoguera donde, supuestamente, están calcinados os restos de sus hijos y no morir de repente por un infarto de miocardio?, ¿cómo se explica que este "padre" comprase 250 litros de gasoil y semanas después apareciera la hoguera de las quemadillas?, ¿cómo un "ser" que haya perdido a sus hijos tiene energía para llamar por teléfono a una "novieta" de sus tiempos juveniles?, ¿cómo...?.

La mayor razón que sostengo para inculpar a Bretón - en palabras de Gregorio- es precisamente "esa pauta anómala de su comportamiento", que transgrede los fundamentos biológicos de la conducta. Partiendo de la universalidad de las emociones, la reacción de este señor ante la desaparición de sus hijos, difiere considerablemente de la pauta emocional normal de cualquier "padre ejemplar". La "suerte de Bretón" ha sido, para desgracia para el sentido común, la imposibilidad de poner los nombres y apellidos a los huesos hallados en "Las Quemadillas". Los mismos huesos que en un primer momento fueron atribuidos a "animales de gran tamaño" y que, tras un informe posterior, se confirmó con rotundidad que pertenecían a dos niños de las mismas edades que Ruth y José. Esperemos que en el Jurado Popular, encargado de enjuiciar a Bretón, haya algún que otro padre - como usted o como yo - para que tenga en cuenta la "falta de emocionalidad" de este "padre ejemplar", a la hora de dictaminar el fallo judicial.

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Afrontando las navidades, fiestas intemporales que van más allá, desde el punto de vista religioso y  cultural, de su actual avatar cristiano, vuelvo, mucho tiempo después, a las cuevas del Castillo, en Cantabria; allí, inmortalizadas en las paredes cavernarias, me encuentro de nuevo con aquellas manos que otros humanos inmortalizaron hace decenas de miles de años. 

Me refiero a esas apreciaciones que nos deslizan hacia la experiencia sublime en los diferentes estratos de la presencia humana. Contienen el duende necesario para abstraernos de las naderías y hacernos fijar la atención con maestría, moviendo hilos indescriptibles. Funcionan con ese algo especial capaz de congregar en el mismo estrado fascinante a la emisión de un mensaje de calidad y la fina sensibilidad del receptor.

Basado en las microexpresiones faciales, sin que digas una sola palabra, está claro que la mirada lleva diferentes firmas emocionales. Las arrugas de expresión transmiten mucho más de lo que imaginas y la mayoría de las veces, quienes conviven contigo suelen decir que te conocen.

 
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