¿Qué tiene el Mal, y en su nombre figuras como el diablo o el demonio, o aun sus nombres propios arcaicos, para que atraiga de la manera que lo hace?... ¿Curiosidad?... ¿Atracción por lo prohibido o lo indebido?... Sin embargo, en una sociedad fundamentada y nutrida con los supuestos valores del Bien —los hechos históricos son otra cosa, incluso contraria en campos como los de las propias Iglesias cristianas—, el diablo y sus sinónimos, así como todos los propios que figuran entre las potestades infernales, venden, y venden mucho, atrayendo de una forma fatal a un sinnúmero de devotos del bando contrario, el divino o celeste. Dicho en pocas palabras, Dios vende menos que el diablo, quién sabe si porque el diablo es el rey de este mundo.
Hay muchos estudios sobre esto. A título personal me sucede como a tantos que tienen un blog y que de vez en cuando se detienen a ver qué artículos, temas y asuntos tienen más visitas, procurando siempre extraer conclusiones válidas que mejoren la comunicación con los lectores. Aunque la parte principal de mí, es mi faceta de escritor, y en consecuencia mi blog es básicamente literario (novela, narración breve, cuentos, etc.), suelo colgar en él también los artículos que cada día publico en algunos medios de difusión. Al analizar los resultados de las visitas, y aún la repercusión de mis artículos en esos medios y en otros muchos que se hacen eco de estas publicaciones, replicándolas, indefectiblemente tienen mejor resultado aquellas que mencionan en el título la palabra «diablo», «demonio», «Satán», etc., y, a continuación de estos, los que en el título o en el enunciado cuentan con palabras que tienen que ver con el Mal o la escatología. Palabras como «Fin del Mundo», «Apocalipsis», «Fin deloquesea», «depravación», «perversión», «crueldad», «venganza» y cualesquiera otras con semejantes connotaciones, tienen asegurada una clientela de lectores que, no sé si son los mejores, pero desde luego son muchísimo más numerosos que si los títulos de las obras o los artículos contienen palabras como «Dios», «Virgen», «Bien», «felicidad», «gozo» o cualesquiera otras de semejante significado.
Debe ser por esto por lo que los publicistas suelen mostrar una morbosa tendencia a utilizar el Mal o la perversidad para realizar los eslóganes y anuncios de los productos que promocionan, y no es difícil recordar para algunos anuncios como tales como aquel prepotente de una podrida multinacional de los combustibles fósiles que juraba por Dios bendito que disponía de «toda la energía del universo» —ahí queda la gilipollez—, o aquel otro de otra podrida empresa de las comunicaciones que mostraba en la desolación apocalíptica de una paisaje de pesadilla, las cruces invertidas de unos postes telefónicos. El diablo vende, los publicistas lo asumen como rey de este mundo, y al rendirle tributo de esta forma, consideran que tienen asegurado el éxito.
Puede ser que a algunos les parezca que no, pero basta con mirar los títulos de las películas en los cines para comprender que, aun sin venir a cuento con la trama del filme, usen todos estos epítetos que nos retrotraen a lo perverso o inmoral, si es que no a lo escatológico y lo primario. Y no es una tendencia casual, sino una forma de entender la vida, tal y como sucede con la imposición comercial de los códigos de barras, que como todo el mundo sabe contienen la cifra satánica 666, y que de no disponer el producto que sea con su código de barras correspondiente, pues el producto en cuestión no puede comprarse ni venderse, aunque por ahora no sea más que en las grandes superficies. De la militancia satánica de los dirigentes de los grandes organismos que controlan el comercio internacional, así como de la pertenencia a iglesias satánicas de los más poderosos núcleos de poder y de las grandes multinacionales, ya se ha hablado lo suficiente como para que podamos dar por sentado que son servidores de lo siniestro. Lucefirinos, luciferianos, abiertamente satanistas o pervertidos y perversos en grado sumo, abundan como la peste en todos los centros de poder, hasta el extremo de que símbolos satánicos como el «Ojo que todo o ve» o la «estrella flamígera» (la de cinco puntas, llamada «lucce-ferre» —Lucifer—, «El que atrae la luz») son comunes en casi todos los escenarios urbanos, desde banderas a simples empresas y productos comerciales. Incluso el símbolo «V» de la victoria, no es sino el símbolo del Gran Cabrón, Satanás, conjuro diseñado por el satanista Alister Crowley como distintivo mágico de oración por el éxito al rey de este mundo. Una oración, vaya, que muchos blanden con la inocencia de quien está haciendo un signo inocuo o sin nefandas consecuencias.
Incluso en el sexo, cada vez gana más terreno el BDSM (sado-masoquismo) sobre las conductas otrora normales, conquistando terreno el antinatural gozo del dolor al lógicamente natural del placer, por más que los adeptos a esta aberración —allá cada cual con lo suyo— disfruten con lo que debería, por simple lógica, producirles sufrimiento. El mundo del revés, como aquel que dice.
Pero es que la cosa va mucho más allá. No soy un cristiano militante al uso ni nada que se le parezca, aunque estudié en un colegio salesiano y recibí, en consecuencia, abundante adoctrinamiento católico. Respeto a los creyentes, pero mi curiosidad como ese escritor que nace y no que se hace que soy, me llevó siempre a plantear abiertamente mis dudas ante mis dómines, convirtiéndome en alguien tan antipático para mis catequistas y profesores que terminaron por expulsarme del colegio cuando me faltaban dos meses para terminar mis estudios en él. Particularmente les supo muy mal, porque no tuvieron respuestas, algunas cuestiones que planteé en clase de Religión, y que me granjearon una no sé si merecida fama de hereje. Una de las más peliagudas fue cuando planteé qué símbolos tenía el Anticristo o el Mal, a lo que me respondieron sin dudarlo que la cruz invertida; y cuando ante esto planteé por qué el fundador de la Iglesia fue sacrificado precisamente en una cruz invertida o por qué los cristianos se santiguaban con una cruz invertida (observen el dibujo que traza quien se santigua), las consecuencias fueron las que ya pueden suponerse. Algo que añadido a lo que muchos han visto en diversos medios de difusión sobre ciertas liturgias cristianas en las que se invoca a Lucifer, no dejan de ser particularmente curiosas, pero a ninguna de las cuales se les ha dado por parte de las autoridades religiosas explicación de ninguna clase.
Debe ser que así es como debe funcionar la sociedad, pero no hay duda de que ni una sola cosa de los elementos sociales carece de cierta adulación o propensión al Mal. Incluso en cuestiones tan triviales como la moda. ¿Han notado que a poco que un personaje sea importante o famoso gusta enormemente en vestirse de negro?... Desde los curas y la curia, pasando por los famosos y los divos, todo el que se quiera dar algún viso de importancia, enseguida viste ridículamente de negro, que es el color de la ausencia del color, que es decir sin vibración, sin vida…, a no ser que sea un homenaje al dios de la muerte, lo siniestro, lo oscuro, la ausencia de vida y vibración. Y en cuanto a la música o al arte, en fin, ¿qué decir?... Los mayores éxitos literarios son aquéllos escritos por meapilas que juegan pervirtiendo o cosificando lo divino; la música, especialmente algunos géneros, es un desconcierto tal que las gráficas cerebrales de quienes la escuchan son exactamente iguales a las de quienes están sufriendo; y la arquitectura es un desmadre carente de cualquier sentido armónico —ausencia total del número áureo— y fiel reflejo del caos (Guggenheim, por ejemplo), del sexo aberrante (la Torre Agba y similares) y del horror en su expresión más siniestra (las obras de Gaudí, por ejemplo).
El Mal atrae… y vende. Coches con nombres demoniacos, diablos para anunciar cualquier cosa, simbología satánica por doquier, culto luciferino, códigos de barras, cruces invertidas incluso en la religión, moda, arte, literatura, aberración sexual, depravación, exultación de los sentidos, programas que arraciman la perversidad humana para meterla en los hogares y adiestrar a los ciudadanos en el Mal, culto al cuerpo, humor a costa de lo divino, exultación de los sentidos en detrimento de la espiritualidad, superdifusión gratuita de la pornografía más aberrante, ninguneo de lo excelso, perversión de la condición humana (hasta obligan a los humanos a humillarse para recoger las cacas de sus perros), degradación de las virtudes y negación de la doble condición humana de cuerpo-alma, es algo tan habitual que no hay nada de raro en que si no se cuenta con cualquiera de estos elementos para lo que quiera que sea, no se tenga ninguna posibilidad de éxito social. Para triunfar, en fin, hay que ser un pervertido porque, después de todo, es el rey de este mundo el que reparte las gracias y éxitos.
Si se le pregunta a cualquiera —salvo que sea poderoso, que ya se sabe que está en el lado oscuro de la fuerza, dicho en palabras peliculeras—, naturalmente alabará lo bueno, la virtud, la honradez, el esfuerzo, el respeto y todo eso; pero, indefectiblemente, conscientemente o no, todos los hombres, no sé si por presión publicitaria o por una innerente tendencia hacia morboso, se sienten perversamente atraídos por el Mal, sea en forma de cine, de novela negra o de cualquiera de los elementos que he referido. Es como si la curiosidad empujara a los hombres a asomarse al abismo más profundo de lo siniestro, y ya se sabe que cuando uno se asoma al abismo, el abismo también se asoma a uno. Cuidadito con eso, no sea que el abismo los llame y caigan en él, porque salir de allí sin duda será algo más difícil que precipitarse en siniestra profundidad.
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