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La vida de los otros

A nadie se le escapa que cualquier ámbito privativo es un potencial objetivo del poder
Pedro Luis Ibáñez Lérida
jueves, 11 de julio de 2013, 07:52 h (CET)
La sensación de intimidación se acrecenta. A nadie se le escapa que cualquier ámbito privativo es un potencial objetivo del poder. En la creencia que el férreo control asegura la cobertura de seguridad ante cualquier contingencia inesperada. La psicosis del terrorismo ha estimulado apeteciblemente ese proceso de nutrición de los servicios secretos de los estados. En esa apelación constante a no dejar un solo fleco suelto. El globo ocular del espionaje no refrena sus ansias de conocer en todo momento qué hacemos o deshacemos. La denuncia del ciudadano estadounidense sólo hace dar veracidad a lo que cualquiera puede intuir. Mientras éste permanece en el limbo aeroportuario moscovita, en otro contorno se sigue abriendo una profunda brecha en los derechos humanos. Son 166 personas las que permanecen encarceladas en la isla de Guantánamo desde el año 2002. Desde marzo de este año 104 de ellos permanecen en huelga de hambre. Son alimentados a la fuerza con sondas gástricas.

El retrato de la maldad y su impunidad no es menor que el nivel de convivencia que mantenemos con ella. Somos espiados por los mismos que dicen ampararnos y que justifican la tortura como medio licito o que obstaculizan el tránsito aéreo en ese conchabeo en el que los países europeos se asemejan a Don Cristobita, el personaje de guiñol que inmortalizara Federico García Lorca en la obra Los títeres de cahiporra. Este panorama lo define con una lucidez pasmosa el escritor venezolano Edgar Borges, en su obra El hombre no mediático que leía a Peter Handke, cuando escribe "Hace algún tiempo Peter Handke declaró que Nuestra venerable Europa ha perdido la razón. Yo sigo pensando que lo que ha perdido Europa es la belleza".

Otto Dov Kulka en su reciente obra Paisajes de la Metrópoli de la Muerte. Reflexiones sobre la memoria y la imaginación, entreabre lo que denomina "dimensión de silencio". Entre 1991 y 2001 fue realizando grabaciones en las que describía imagenes que mantenía en su memoria. El historiador checoslovaco deslinda su faceta académica para adentrarse en la memoria reflexiva de su estancia siendo niño en Auschwitz. En uno de estos bellísimos y estremecedores pasajes dice: "Estoy tocando la melodía en uno de esos raros momentos de silencio y tranquilidad de aquel campo y un prisionero judío joven, de Berlín se me acerca -yo era un chico de once años- y dice: ¿Sabes lo que estás tocando?. Y le digo: Mira, lo que estoy tocando es una melodía que cantábamos en ese campo que ya no existe. Entonces me explicó qué era lo que estaba tocando y qué era lo que cantábamos allí y el significado de aquellas palabras. Creo que también me intentaba explicar el terrible absurdo que había en ello, su terrible asombro, que una canción de alabanza a la alegría y a la fraternidad humana, la Oda a la alegría de Schiller, de la Novena Sinfonía de Beethoven, se estuviera interpretando delante de los crematorios de Auswichtz, a pocos centenares de metros del lugar de la ejecución, donde la mayor conflagración nunca experimentada por esa misma humanidad que estaba siendo cantada seguía su curso...".

¿Puede alguien escuchar esta música, escucharla de verdad, y ser una mala persona? exclamaba el dramaturgo Georg Dreyman, encarnado por el actor Sebastian Koch, en la secuencia en la que interpretaba al piano Sonata para un hombre bueno -compuesta por Gabriel Yared-, basada en La Appassionata, de Beethoven. La vida de los otros, una magnífica película estrenada en el año 2006, con guión y dirección de Florian Henckel von Donnersmack, enfrenta esos dos planos de convivencia con el horror. Espiar el alma hasta apoderarse de ella. Todos somos sospechosos de poner en riesgo el orden establecido, de contravenir la uniformización del carácter individual. Sobre todo cuando ese orden es un gran ojo que nos mira sin parpadear, desde el vacío que alumbra en su pupila. Un vacío que nos habla de un sistema enrocado. Un sistema que nos espía, y que, por consiguiente, recrudece su embrutecimiento desde el execrable principio de violentar y violar las vidas ajenas. Sin embargo un giro inesperado hace centellear tibiamente la llama de la esperanza. Gerd Wiesler, con una excelente interpretación de Ulrich Mühe, el capitán y espía de la Stasi, sufre una transformación interior.

La inutilidad de su vida, encaminada a controlar las del resto, sufre una convulsión al descubrir la que otros viven en aquellos a quienes espía. La verdadera vida está ausente en él. La suya es un fracaso. Pero la convicción en una creencia no es fijación incontestable e inalterable desde el propio individuo que la contiene. Lo cierto y verdad es que el ser humano es capaz de contradecir la imposición y elevar su vuelo más allá de lo que unas alas rotas le posibiliten. Señalaba el historiador británico Thomas Carlyle, "En todas partes el alma humana permanece entre un hemisferio de luz y otro de tinieblas". Sin embargo esta línea que separa esos dos dos estados del espíritu, se difumina cuando el interés en su distinción es mera farsa. Entonces ambos territorios se entremezclan y el poder consigue manipular y alienar bajo sus tesis ese chirrante principio patriótico.

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