El final de la Iglesia espectáculo - como así se le conoce a la institución de los curas en los foros laicistas – no llegó, para sorpresa de algunos, con la muerte de Juan Pablo. El sustituto de Wojtyła, a pesar de su carácter frío y distante, no entorpeció el efecto llamada en los “cuatro vientos” de Madrid. Hoy, dos años después, de aquel estruendo de masas en el feudo de Esperanza, se repite la misma historia pero con distinta sotana en la Copacabana de Brasil. Desde la crítica nos preguntamos: ¿qué explicación sociológica se esconde detrás del éxito de tales congregaciones?.
Si observamos las estadísticas y analizamos las curvas de la religiosidad, no daremos cuenta de que la pérdida de fe y la práctica religiosa son un hecho en el discurso de los bares. La modernidad y la ciencia han desplazado a la escolástica del pensamiento social pero, sin embargo, aún sigue muy vivo un reducto de la cultura medieval en el costumbrismo civil actual. Hoy, y en ello discrepo rotundamente con Comte – pensador francés y padre de la sociología –, la ciencia no ha conseguido satisfacer las teorías del asesino nietzscheriano. No lo ha conseguido, decía, porque la evolución de la razón ha transcurrido paralela con el discurso anacrónico de la fe.
La parafernalia de “las Jornadas Mundiales de la Juventud”, sirven a la Iglesia del XXI para ostentar su poder en medio de un mundo alienado por las superestructuras deformadas del marxismo. Un mundo, he dicho bien, de jóvenes en búsqueda continúa de la utopía. Utopía entendida como la manera romántica de abstracción ante una verdad real que duele y les resulta difícil escapar. El secreto de la Iglesia, o mejor dicho, el poder de convocatoria de tales macroeventos, no reside en el carisma del Papa. Ya han visto ustedes que da igual que el pontífice se llame Juan Pablo, Benedicto o Francisco. El éxito de la fórmula reside en la santidad vista desde los prismas de la utopía. Son el discurso y la interacción simbólica del acontecimiento los que envuelven al joven en un misticismo temporal que los aleja, por unos días, de sus culpas terrenales.
Erradicar el hambre en el mundo, ¿quién quiere el hambre para los semejantes? La “cultura del encuentro”, ¿quién defiende a cal y canto una cultura del desencuentro? La paz como instrumento para el diálogo, ¿quién defiende públicamente la violencia como instrumento para el consenso? Son, queridos lectores y lectoras, estas fórmulas del lenguaje, orquestadas por la iglesia, las que invitan a construir el mito de la Iglesia en un mundo moderno dominado por la ciencia. La conexión entre las sotanas y los jóvenes reside, precisamente en ese “pasar de puntillas” por los problemas ajenos con jarrones decorados con flores y terciopelo. Gracias a tales mensajes, la Iglesia y su líder – el Papa Pobre – consiguen que la utopía, o dicho de otro modo, la construcción de un mundo idílico en un limbo de paz y entendimiento sea el sueño dorado de cualquiera de nuestros hijos.
Llegados a este punto debemos reflexionar sobre las acciones y dejar para después el sabor ilustre de las palabras. Mientras el Papa habla de igualdad, en su institución priman los valores del machismo retrógrado del Medievo. ¿Por qué las mujeres no pueden ser “obispas”?. Mientras Paco habla y recuerda a Francisco, en el cuerno de África mueren cada día miles de niños con moscas en las barrigas por no poder ni probar las migajas de los ricos. Niños, que nacieron sin ninguna planificación familiar y en un nido no elegido. Pequeñas criaturas convencidas, eso sí, de que algún día su Dios - el mismo al que tanto ha aludido Francisco en su recorrido por Säo Paulo – ponga remedio al sentido ideológico de sus vidas.
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