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La razón de la sinrazón

Parece demostrado que todos los gobiernos del periodo democrático han tratado de mantener un diálogo secreto con ETA
Luis del Palacio
martes, 29 de octubre de 2013, 08:49 h (CET)
No plantea muchas dudas que la llamada “doctrina Parot” se trataba de una suerte de amaño legal a través del que podía enmendarse el disparate jurídico que permitía que alguien que hubiera asesinado a una persona o a varias decenas cumpliera una sola condena por un máximo de treinta años, y estos, revisables. Todos los gobiernos habidos en España desde 1973, año en que se aprobó aquella ley blanda y garantista para los que perpetran crímenes, han ignorado la necesidad de que a los criminales, fueran terroristas, asesinos en serie, mafiosos o violadores, no les salieran sus hechos execrables y repugnantes a precio de saldo. Y esa nebulosa abstracción a la que muchos políticos aluden como “la ciudadanía” puede añadir a sus legítimos reproches a los gobernantes uno más: el absurdo de que un sujeto, al que pudieran haber condenado a varios miles de años de cárcel (otro absurdo) por haber quitado la vida a varias decenas de congéneres, pagara, en realidad, sólo por uno y que además tuviera derecho a acogerse a todos los beneficios penitenciarios posibles.

La decisión que la Gran Cámara del Tribunal de Derechos Humanos de Estrasburgo adoptó hace ocho días con respecto a doctrina tan particular, no resulta muy discutible; teniendo en cuenta la sinrazón de su misma esencia. Me explico: con ella se vulneraba el principio de la no retroactividad de las leyes; algo esencial para garantizar el Estado de Derecho. La “doctrina Parot” nos acercaba demasiado a la Ley del Talión, y por mucho que nos repugne ver a seres tan despreciables en la calle, está claro que todos ellos fueron juzgados en su día conforme a la ley vigente. Toda la rabia y frustración –comprensibles- que sienten las víctimas y afectados directos y, en general, la mayoría de la sociedad española, debería dirigirse a los políticos que nos han gobernado, a aquellos y a estos, que durante casi cuarenta años no han hecho absolutamente nada para cambiar la situación con una reforma en profundidad del Código Penal.

En estos días se han oído muchos reproches al desgobierno de Zapatero. Se le ha acusado de haber claudicado ante ETA; de haber negociado con la banda de criminales aun después de que esta rompiera la tregua unilateral, en diciembre de 2006, con el atentado a la T4. Que para el expresidente, el líder de Batasuna, Arnaldo Otegui, fuera un “hombre de bien”, resume muy bien su postura. Pero tampoco deberíamos olvidar que José María Aznar, que pasó por ser el Presidente más inflexible con las demandas de los terroristas, se refirió a ellos como a “grupos vascos de liberación”, claro eufemismo que buscaba no herir ciertas susceptibilidades.

Parece demostrado que todos los gobiernos del periodo democrático han tratado de mantener un diálogo secreto, a espaldas de la población, con la dirección del grupo terrorista. Y del diálogo nace la negociación. Zapatero, “el iluminado”, uno de los más nefastos presidentes del gobierno que ha tenido nuestro país, decidió pasar a la Historia como el adalid de una paz que suponía aceptar una serie de condiciones vitales para la banda terrorista y que, de hecho, representaban la rendición del Estado. ETA continuó matando durante los últimos años del gobierno socialista, pero con cuentagotas; como si tratara marcar los tiempos y advertir con atentados esporádicos que no iba a permitir un ápice de retroceso en el desarrollo de sus objetivos.

La aplicación de la “doctrina Parot” debió de ser un mazazo inesperado; pero en su propia ilegalidad intrínseca (la retroactividad) estaba el germen de su fracaso a medio plazo. Y hace poco más de una semana hemos visto el amargo resultado.

¿Derrota de ETA? ¿Triunfo de la democracia?. Los que afirman tales cosas olvidan que el brazo político de los asesinos gestiona 6.000 millones de euros del erario público y que gobierna en numerosos ayuntamientos del País Vasco, e incluso dirige una diputación.

Muchas veces lo que es legal no coincide con lo justo, y este es uno de los ejemplos. Lo democrático es aplicar la ley que existe y no amañarla con forzadas doctrinas.

Aquellos que no la reformaron en casi cuatro décadas son los únicos responsables de lo que ahora pasa.

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